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¿Con qué cara Karadima?

"Este señor, que como todos los curas criminales jamás terminará en la cárcel, más que santo era un vil manipulador".

El llamado Caso Karadima no para de sorprender a la sociedad chilena con nuevas denuncias y diligencias judiciales. De hecho, ayer la ministra en visita -Jéssica González- a cargo de la investigación solicitó formalmente a la Iglesia Católica el texto de la investigación que ellos realizaron en torno alas denuncias en contra de este sacerdote, además de nuevos testimonios de supuestas víctimas. Por todo esto, quisimos recordar un artículo que escribió nuestro columnista Raimundo Encina cuando el caso recién estalló en la opinión pública en agosto del año pasado.

Crecí yendo a las misas del ahora a mal traer padre Karadima. En esa época era un Dios. Nadie hablaba mal de él. Al contrario. Sus prédicas eran famosas. De hecho, mis padres me llevaban desde mi casa en Lo Barnechea todos los domingos a la lejana iglesia del Bosque, solo para escuchar sus semones, que con su tremendo vozarrón autoritario, eran ley para los miles de feligreses asistentes.

Por supuesto, yo era muy pequeño y me concentraba en otros asuntos. Me fascinaba el color de la iglesia. Soy medio daltónico pero creo que sigue siendo lúcuma. Más me impactaban los frescos de Fray Pedro Subercaseaux con el vía crucis que adorna todo el templo, me volvía loco con los cuchuflís y barquillos que vendian afuera y siempre me provocaron curiosidad los pasillos y los salones parroquiales que se veían a lo lejos.

Karadima siempre se las arreglaba para tener de monaguillos a jóvenes con muy buena pinta. Casi todos rubios y muy buenmozos. “Son todos santos”, escuchaba no solo de mis padres, sino de todas las conversaciones familiares.

Por suerte crecí, y como buen joven rebelde, decreté nunca más ir a misa. Sin embargo, las letanías de sus homilías, la severidad con que hablaba de los divorciados, de los “desviados”, de los homosexuales; de alguna manera calaron en mi inconsciente de pequeño, y sumado a lo que escuché en mis enseñanzas escolares, se produjo en mí esa clásica dicotomía que le sucede a los educados en la religión católica más estricta: la culpa. El miedo a pecar, a no ganarse un pedazo de cielo. Miedo a ir al infierno. Terror a no ser santo como el “cura Karadima”. Jamás llegaría al cielo como Miguel Ossa, el sacedorte que siempre lo acompañó.

Esa dualidad feroz con que crece un niño que por un lado escucha que la pureza y la castidad son las únicas maneras de alcanzar la espiritualidad, pero que su mente le dicta justo lo contrario, queramos o no, nos retuercen la mente, nos hace ser menos felices, y aunque tratemos de olvidar por completo la ética que nos enseñaron a punta de clases de religión y de bostezadas liturgias, algo queda.

Muchos han cuestionado a los jóvenes, que varios años después, se han atrevido a sacar la voz y acusar las asquerosidades que el santo Karadima les habría provocado. “¿Cómo no dijeron nada?, ¿Por qué se quedaron callados tanto tiempo?, !Seguro les gustaba tanto coqueteo!, ¿Por qué vienen hablar veinte años después”, se escucha frente a este puñado de ex cercanos a Karadima que decidieron terminar su calvario.

Gracias a Dios que de niño era rechonchete y bien gordinflón, ya que en la casi primera fila que se sentaban mis padres, si hubiese tenido la buena pinta de un Cruz o un Hamilton, seguro Karadima me echaba el ojo, me ponía a tocar la campanilla y quién sabe qué después. Este señor, que como todos los curas criminales jamás terminará en la cárcel, más que santo era un vil manipulador, amante del poder económico, pero por sobre todo, amante del poder de autoridad que era capaz de ejercer en sus enceguecidos discípulos. Con el don de la palabra, aquel que le valió ser considerado un gran predicador, sedujo maquinadamente a varios jóvenes desvalidos. Supo perfectamente con quién meterse y con quién no. Con su capacidad de reconocer la debilidad humana, escuadriñó un maquiavélico plan para abusarlos no solo sexualmente, sino sicológicamente. Por suerte, estos jóvenes crecieron, aprendieron que ellos no eran los victimarios, sino las víctimas, sacaron la voz y lograron romper con el mito. Muchos los han criticado, pero yo solo les quiero dar las gracias. Eliminaron a un viejo fantasma de mi vida y me hicieron crecer.

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