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Esta historia revela por qué hay tan pocas mujeres en la política

De los griegos a la era moderna, así ha sido el paso de las mujeres en los procesos políticos de la humanidad.

Por: Ivonne Acuña Murillo*
Académica del departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana.

La, hasta hace pocas décadas, escasa participación política de las mujeres tiene su origen en una concepción de siglos de acuerdo con la cual los asuntos públicos no son cosa de mujeres. Una vez asumida esta convicción, a lo largo de la historia las mujeres fueron y siguen siendo socializadas para ocuparse de las labores «propias de su sexo»: aseo de la casa y la ropa, cuidado de niños, niñas, enfermos y ancianos, preparación de alimentos…, en resumen, todas aquellas labores que liberan el tiempo de los hombres para ocuparse de «lo importante», en este caso, la política.

El entramado construido para «convencer» a las mujeres de su supuesta incapacidad para participar en política y para mantenerlas al margen de ésta, pasa de manera importante por la filosofía política, a partir de la reflexión de uno de los filósofos más grandes de la Grecia Antigua. De acuerdo con Aristóteles, la humanidad estaba dividida en dos grupos, los superiores y los inferiores. El primero estaba formado por hombres, adultos, libres, griegos y sin necesidad de trabajar para vivir; en el otro, se encontraban las mujeres, las y los niños, los extranjeros y los esclavos.

El espacio de acción de los superiores era la polis, la ciudad-estado, el ágora; mientras que los segundos se encontraban recluidos en el oikos, el hogar. Por supuesto, los hombres estaban a la cabeza de los dos espacios y podían ser: buenos ciudadanos y buenos pater familias (ciudadano independiente que tenía bajo su control todos los bienes y personas que pertenecían a la casa), buenos ciudadanos y malos pater familias, malos ciudadanos y buenos pater familias, o malos ciudadanos y malos pater familias. Contrario a los hombres, las mujeres sólo tenían dos posibilidades, ser buenas o malas en relación a los cuidados de una casa y una familia pues, por supuesto, no podían ser ciudadanas.

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Según Aristóteles, para ocuparse de la política se requería de «virtud», palabra que proviene del latín virtutem, que refiere propiamente al valor y valor físico, y que a su vez contiene la raíz «vir», que se traduce como «varón». Igualmente, la virtud se relaciona con la «disposición constante del alma para las acciones conformes a la ley moral». Desde esta perspectiva, las mujeres, por el hecho de serlo, esto es, por no ser hombres, carecían de la calidad moral y, por tanto, de la virtud necesaria para participar en política.

Las ideas de Aristóteles sobrevivieron a la Edad Media y el Renacimiento, para reaparecer con fuerza en los tres más famosos contractualistas, de los siglos XVII y XVIII, Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau. Para el primero, las mujeres eran dueñas de una voz sediciosa que debía ser silenciada y excluida del espacio público; para el segundo, la «razón» tenía su asiento en lo público y, por tanto, entre los hombres, y la «pasión» en lo privado, espacio en el que, por supuesto, se encontraban recluidas las mujeres; para el tercero, las mujeres llevaban en su propia naturaleza la destrucción del Estado, por lo que el filósofo recomendó la necesaria segregación de los sexos.

Desde esta lógica, las mujeres al estar recluidas en el espacio privado y no ser dueñas de una mente racional, no podían participar de la firma del «contrato social» a partir del cual los hombres, en su calidad de libres e iguales, acordaban la mejor forma de organización política; mientras que las mujeres debían aceptar, tácitamente, «ser dominadas» por los hombres.

En los dos siglos siguientes, sólo algunos estudiosos cuestionaron el lugar que la filosofía política había impuesto a las mujeres, por ejemplo, Marie-Jean-Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet, John Stuart Mill, en clara concordancia con su esposa Harriet Taylor Mill, filósofa inglesa feminista. Para la gran mayoría de los pensadores era «natural» que las mujeres no participaran de los asuntos públicos, ni siquiera los más avezados teóricos de la democracia tomaron en consideración que sus teorías dejaban fuera a poco más de la mitad de la población. Sus concepciones teóricas, por cierto, provocaron, en los hechos, que durante siglos las mujeres fueran excluidas de la política.

La mujer en la política del siglo XX

En el último tercio del siglo XX, teóricas feministas como Judith Astelarra, Carol Pateman, Jean B. Elshtain, Mary Dietz, Ana Sojo, entre muchas otras, desmontaron los argumentos que impedían tal participación, llegando a la conclusión de que no era el desinterés o la supuesta incapacidad de las mujeres lo que impedía su participación, sino la forma en la que estaba organizada la política y la sociedad misma. Sociedad comandada bajo esquemas masculinos a partir de los cuales se había montado todo un andamiaje cultural adverso a la acción política de las mujeres.

Una vez desmontado el argumento principal, grupos de mujeres, feministas en especial, comenzaron a abrir espacios de participación para las mujeres y a pelear por el derecho a ejercer el poder. De esta lucha nacieron estrategias como las cuotas, la discriminación positiva, la paridad de género, gracias a las cuales se ha logrado aumentar el número de mujeres en el Poder Legislativo.

En México, en particular, el 35.4% de 128 curules en la Cámara de Senadores está ocupado por mujeres; en la Cámara de diputados el porcentaje es mayor, de 500 asientos, el 42.4% están ocupados por mujeres.

Pero no es así en todos los espacios, por ejemplo, solamente el 11.5% (284) de los 2,456 municipios de que se compone el país son comandados por mujeres, mientras que de 32 entidades federativas sólo en una gobierna una mujer, Claudia Pavlovich. En total sólo 7 mujeres han alcanzado una gubernatura, desde 1953, año en que se reconoció a las mujeres el derecho a votar y ser votadas. De las 7, 2 de ellas, Dulce María Sauri Riancho y Rosario Robles Berlanga, no fueron electas por la ciudadanía para ocupar el puesto, sino que lo hicieron como suplementes de gobernadores que se separaron del cargo de manera anticipada.

Como se puede observar, el avance de la participación política femenina en México ha sido lento y aún se registran muchas resistencias para aceptar que las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres para hacer política. En algunos casos, las resistencias son sutiles y es más difícil luchar contra ellas. Por ejemplo, los diversos partidos políticos se cuidan mucho de discriminar a las mujeres cuando de discursos, proyectos y plataformas políticas se trata o cuando hay que llenar las listas de candidatos y candidatas y, sin embargo, son capaces de encontrar la forma para que los espacios por los que se compite sean ocupados en su mayoría por hombres, colocando a las mujeres al final de las listas plurinominales, nombrándolas candidatas en distritos electorales que nunca se han ganado, restando recursos de sus campañas para dedicarlos a las de los candidatos varones con más probabilidades de ganar, etcétera.

En otros casos, las resistencias son abiertas y brutales como ha ocurrido en zonas indígenas, en las que, por usos y costumbres, se impide a mujeres que han competido y ganado presidencias municipales, tomar posesión de sus cargos, por el sólo hecho de ser mujeres. El caso más conocido es el de Eufrosina Cruz Mendoza, quien ganó las elecciones para ocupar, en 2007, la presidencia municipal de Santa María Quiegolani, en Oaxaca, pero se vio impedida de hacerlo cuando los caciques de su pueblo le negaron ese derecho argumentando que era «mujer y profesionista». Situaciones igual de graves vivieron dos presidentas municipales, que ya en funciones, fueron obligadas a dejar sus cargos bajo amenazas, ellas son Rosa Pérez, en el municipio de Chenalhó y María Gloria Sánchez, en Oxchuc, ambos en Chiapas.

Se pueden seguir presentando más casos de violencia política en contra de mujeres, pero por falta de espacio, basten los ejemplos mencionados, los cuales ilustran claramente los muchos obstáculos que las mujeres mexicanas deben remontar para participar en política, en pleno siglo XXI, a pesar de que esta lucha dio comienzo a inicios del siglo XX.

Lo que es un hecho es que, después de cien años de lucha, son las mujeres mexicanas las que han abierto espacios, las que se han ganado el derecho a votar y ser votadas, las que siguen exigiendo de manera inequívoca el ejercicio de sus derechos políticos, que nada les ha sido dado, regalado u otorgado, ni por los gobiernos en turno, ni por los partidos políticos, ni por sus colegas varones.

Por supuesto, no sólo en México han dado las mujeres esta lucha, se libra ahora la que sería la más importante de las batallas en términos simbólicos y de poder real, la carrera de Hillary Clinton a la presidencia del aún país más poderoso del planeta, los Estados Unidos, y nada menos que en contra de Donald Trump, un hombre declaradamente misógino.

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