La maternidad de hoy ya no es como la de antes. Nuestras madres jamás tuvieron la presión y el exceso de información que existe actualmente sobre «cómo ser madres». Las redes sociales hacen lo suyo, y lo hacen bastante bien bombardeando con consejos y pautas para criar a nuestros hijos.
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Las madres de hoy están bajo el escrutinio de toda una sociedad que vigila su actuar: la suegra, la vecina, la cuñada, su propia madre, sus hermanos, las amigas y hasta el marido. Todos se meten, todos dictaminan, todos opinan sobre cómo criar a esa criatura que acaba de nacer.
No hay tregua
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Esta madre recién parida y primeriza –porque siempre las primerizas pagan el noviciado– llega a casa con este diminuto ser humano, y al cruzar el umbral de su puerta entra instantáneamente a una dimensión desconocida jamás nunca vivida ni imaginada. Con suerte sabe cambiar un pañal.
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Entonces aparece la suegra y dice que la guagua tiene hambre, que se la ponga al pecho un poco más, cuando la madre en cuestión se ha pasado el día y la noche entera sin pegar ojo con su hijo al pecho, los pezones adoloridos e intentando lograr una lactancia materna exitosa. Porque eso es lo que la mayoría queremos. Amamantar a nuestros hijos. Pero la guagua sigue llorando y la mamá se pregunta si tal vez tiene sueño o le duele algo, y busca en Internet angustiada. ¿Tendrá cólicos? ¿Por qué sigue llorando?
Finalmente el recién nacido se duerme y la madre recién estrenada se devora todas las páginas de crianza que encuentra en la red y se esfuerza por seguir al pie de la letra cada uno de sus postulados. Siente con fuerza la presión por ser una buena madre. Una madre perfecta. Y sin embargo, con el tiempo, cada una de nosotras nos damos cuenta que la madre perfecta sólo existe en los comerciales de la televisión y en el colectivo imaginario de una sociedad que exige a las mujeres cumplir a cabalidad todos sus roles.
Las madres no se atreven a confesar –por temor a ser juzgadas– que no son perfectas y que están llenas de culpas y miedo a fallar. No se atreven a confesar que se cansan, que quisieran dormir doce horas seguidas. No se atreven a confesar que quieren cinco minutos de paz en el baño para ducharse y sentarse en el WC tranquila. Porque cada vez que se sientan, la guagua comienza a llorar. Pareciera que tuviera un sensor esa criatura. ¿Se han dado cuenta? Es cosa de depositar nuestra humanidad en el excusado, y comienzan a llorar.
Una madre no se atreve a confesar que, a veces, quisiera salir arrancando de la casa al más puro estilo Usain Bolt, y regresar en dos días más. Saltar por la ventana y desaparecer. Porque está colapsada.
La mayoría de nosotras nos esforzamos y damos lo mejor que tenemos por nuestros retoños. Y todas, por sobre todo, los adoramos y seríamos capaces de sacarnos el corazón por ellos si fuera necesario. La maternidad es maravillosa, pero agota. Y eso es normal. Es normal querer ver una película sin interrupciones. Es normal querer escaparse con una amiga para tomarse un café. Es normal querer poner a tus hijos en silencio para descansar.
Es normal querer que se duerman pronto por la noche porque estamos agotadas y queremos tranquilidad. Y esto, créanme, no las convierte en malas madres ni tampoco significa que no queramos a nuestros hijos de manera ilimitada como nunca antes imaginamos que pudiéramos querer a alguien. La madre perfecta no existe, pero sin duda somos nosotras la mejor versión de madre para nuestros hijos.