Cuando me dejaste -¿o yo te dejé?- me devolviste todo lo que te había regalado durante nuestra extraña relación. Metiste todo en una bolsa de basura negra y –por poco- me la arrojaste en la cara. Ahí estaba: el polerón de Kortatu que te traje de Irún y que nunca te pusiste; el adorno de alambre y tuercas que consistía en un hombresillo borracho sosteniéndose de un farol, el cual compre en una feria artesanal un día que yo andaba igual; cuatro libros eróticos de la editorial sonrisa vertical, dos de ellos con su cubierta de plástico aún intacta; un porta cd’s con una veintena de compilados en mp3 y otra de películas en dvd, todos rotulados con mi particular caligrafía; y un puñado más de pilchas sin mucha importancia.
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Fue humano aquel acto. Lo valoré en su momento. Lo que es yo lo quemé todo. Me fui a un peladero, arme una pira, le rocié parafina, encendí un cigarro, lo fume mientras lloraba y con la colilla aún encendida lo quemé todo. Esa semana había visto la última de Tarantino, ‘Bastardos sin gloria’, así que puede ser que inconscientemente imitara parte de la cinta, esa donde queman el cine. No contento con eso, me fui raudo a mis dos correos electrónicos y borre todos los mensajes que me habías mandado. Todos. Más de cien mensajes. Antes de Facebook uno se enviaba correos. Se fue todo a la papelera. Y después decididamente y con el pecho agitado: vaciar papelera. Fin.
Tiempo después, con un poco de alcohol en la sangre, me puse a buscar en mis dos mails algún mensaje tuyo, alguno tendría que haber quedado después de esa razia de desamor. Pero nada. Y mientras buscaba encontré esto que mostraré a continuación, es un borrador, más bien son un par de borradores de mensajes que nunca te envié los cuales funcionan como uno:
“Puedo pasarme la tarde entera mirándote. Y puede que esa tarde entera o en gran parte de ella no te percates que te he estado mirando. O admirando. Admirar parece más sublime. Puedo estar admirando un punto perdido de tu rostro, un lugar que está entre el lunar que bordea la bajada de tu nariz y tu ojo izquierdo, cerca de ahí, en una planicie, donde se encuentran los fósiles de algunas lágrimas, los fantasmas de algunas lágrimas. Puede ser que me quede como hipnotizado, como ido, como cuando uno mira el fuego, así como cuando los bichos voladores miran el fuego, y admiran el fuego y se acercan lentamente a él hasta que por su convicción o por simple tozudez mueren fulminados por las llamas de su deseo inextinguible. ¿Qué busco cuando te admiro? Parece que espero que de tus ojos aflore un alud de laureles que me deje sumergido en un museo verde, en un ataúd de ramas, en una piscina de hojas húmedas o que un cañón de aire fresco me escupa una ráfaga de esas cartitas que vuelan y que uno sopla y que las deja desnudas solo en un tallo verde. Siempre cuido que no me veas porque quiero seguir mirando: mirando con cuidado, evitando que tus ojos me quemen, los esquivo como a dos focos un prófugo, voy con cuidado advirtiendo sus movimientos, sigiloso y en silencio, surcando el blanco de tus mejillas, orillando el pelo que nace en tu frente, descansando en tus orejas. Me gusta quedarme ahí.
A veces me sorprendes y mi juego se termina.
A veces
Contemplar es más que sublime, aunque no sé si filosóficamente o estéticamente exista la posibilidad de algo más elevado que lo sublime. Uno pareciera contemplar: lo infinito, lo inverosímil, lo inalcanzable o lo efímero. Y yo te contemplo. Te contemplo como a la naturaleza desatada. Te contemplo como a una epifanía. Como una revelación. Como a la verdad. Y puede parecer estúpido. Porque dicen que el amor es estúpido: “un tonto sentimiento”, dice el patuchas. Pero a esta altura, ¿quién quiere parecer inteligente? Si al final toda la desgracia la ha traído esa “supuesta” inteligencia de la humanidad. Descubrir el fuego sirvió más para quemar vivo al de al lado que para la cocción de los alimentos. Einstein aportó más, sin querer, a la creación de la bomba atómica que a aliviar el dolor que produce la miseria. Así que por eso: no tengo miedo a ser un estúpido enamorado. Y es lógico, ya que el cerebro no ama, pero pensando el cerebro como un representante de la razón; y a pesar de saber que ahí se producen todos los impulsos y las combustiones y las ideas y todo, a pesar de todo eso, y a la base científica que lo sustenta, nos pondremos en el caso de que las emociones y el amor parten de un lugar abstracto que no está ni en la cabeza ni en el pecho. Pensemos que el cerebro solo nos dirige. Dejémoslo así. Nosotros decimos que quién ama es el corazón, aunque sepamos que no es así y entendamos que “el corazón”-el órgano- es solo una bolsa roja alborotada por donde la sangre pasa más rápido cuando nos agitamos. Pongámonos en este caso. Nos imaginaremos al corazón como un pequeño cerebro, pero como un cerebro Emo, un baúl donde vamos reuniendo todo los cachureos emotivos y las sensaciones intensas, los buenos y malos amores y los buenos y los malos odios. Vamos a imaginar que este pequeño compartimiento es el corazón –el ideal-. Y vamos a confesar que desde ese espacio estoy escribiendo. Geográficamente está ubicado en un lugar escarpado, accidentado, con fisuras, donde no es tan fácil mantenerse en pie, pero el aire ahí sabe cien veces mejor. Es un lugar confuso donde nada es seguro, pero lo mejor es cuando uno se pone a escarbar en el cofre, así como un DJ diggin buscando el mejor acetato para animar la fiesta. Y con eso quiero decir, no sé si se entiende, que trato de sacar lo mejor de mí para compartirlo contigo. Y esto es lo mejor que tengo: escribir”.
Esto no es ningún tipo de estrategia de venganza ni de reconciliación. Solo es una terapia de liberación. De liberar esas palabras que tendrían que haber llegado a ti y de liberar este vapor que aturde mi cabeza. De nada sirvió dosificar la emoción. Es que los escuche a ellos y a ellas. Los que me decían: no muestres todo, no lo entregues todo, guarda siempre algo, no vayas tan rápido, no digas todo lo que piensas, esto es como un juego, hay que pensar en lo que el otro podría llegar a pensar, tienes que administrar tu amor. Y me arrepiento de haberles hecho caso. Porque me quede casi padeciendo el síndrome de Diógenes, casi ahogado entre tantas palabras que no te dije y que se acumularon en mi alrededor como kilos de basura, como un montón de tecnología obsoleta que no sirve para nada, como un ejército de palabras rotas dispuestas a volverme loco.