Por: Luz Lancheros
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Vengo de un país en el que, a falta de nobleza castellana o algo que se le parezca, tiene reinados de belleza para todo: de la panela (un alimento que es bebida nacional), del arroz, del café, etc. Uno en el que vivir para la belleza es un imperativo que nos inculcan desde pequeñas, por el cual nos juzgan y nos etiquetamos. Por el que nos dan (y muchas se dan a sí mismas), su lugar en una sociedad que ha celebrado sus apariencias, más no las implicaciones que estas traen para sus mujeres dentro de su país o fuera de él. Porque la «belleza colombiana», dentro de Colombia, da parámetros exhaustivos y desgastantes de cumplir. Y porque fuera, trae estereotipos atroces que, por más que queramos, no hemos podido borrar.
Las tres virreinas universales de belleza de los 90: Carolina Gómez, Paola Turbay y Paula Andrea Betancour /Colarte
Mucha gente, incluida yo misma, ha sufrido las consecuencias de cumplir, o no cumplir, con los tipos de mujer que nuestro mismo país admite como «ideales» en este siglo XXI. El de maniquí europeo sin curvas y el de mujer voluptuosa por naturaleza o formada dentro de los residuos de la narco-cultura. Si eres gorda, tienes cierta edad, si eres indígena, afro, pobre, si tienes pelo corto, etc, si no vistes acorde a la manera aspiracional, señorial, arribista o sexual que la cultura colombiana tiene como mandato, en fin, si eres distinta, eres objeto de crítica y de insulto. Estás condenada, de manera directa o tácita, a no conseguir pareja, a no conseguir trabajo, a ser una «perdedora». Porque ser bella es un mandato que nos inculcan desde pequeñas.
Puede narrarlo la fotógrafa de Medellín, Manuela Henao, con su serie «Beauties», donde narraba la obsesión cultural de las mujeres de la capital de Antioquia, por ser un cierto tipo de ideal. Las cirugías que hay que hacerse para ser admitida como una mujer deseable y aceptable, desde muy joven. No por nada, Colombia es uno de los lugares en donde se hace más turismo estético y según el último informe de la Sociedad Internacional de Cirugía Plástica Estética, Isaps, estamos en el top 10 de los países donde más se realizan estos procedimientos.
Pero esto no se ve solo en las cirugías. Nos enseñan a «arreglarnos» en todo momento. A «vernos bien». A «comportarnos bien». Recuerdo muy bien cuando mi mamá se horrorizó de que en mi temprana adolescencia yo fuera fan del fútbol. Que me gustara jugarlo, verlo y que en vez de los jeans «que mostraran la cola», usara camisetas de equipos deportivos. Que tuviera el pelo corto. «Es que los muchachos no te van a mirar», me decía. Años después, yo, como una muñeca rota, como Betty Draper, la bellísima ama de casa frustrada protagonista de la serie «Mad Men», podría responderle : «Me enseñaste a ser bonita para conseguir a un hombre. Lo hice. ¿Ahora qué?».
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Muchas aún no resuelven esta incógnita en mi país.
Belleza para ascender
Porque de eso se trata: de ser «mirada». No de otra forma, la narco-cultura permeó nuestra concepción de moda, así los más señoriales y adeptos a Europa se escandalicen. «Ser mirada» al no tener la oportunidad de estudiar, o al no querer porque te educaron así, se convierte en una forma de tener recursos y poder. Con tu cuerpo puedes conseguir al narco del pueblo, al ganadero de la región, al rico que te lleve a pasear en yate a Cartagena. Con tu cuerpo puedes conseguir a un «buen partido» e incluso, una carrera, como se ve con las reinas de belleza.
Este tipo de movilidad social se vio reflejado en la época de los narcos más buscados (Carteles de Medellín, Cali, Norte del Valle). Novelas como «Las Fantásticas» (o en televisión, «Las muñecas de la Mafia») y «Sin tetas no hay paraíso», revelaron la realidad de muchos pueblos y ciudades dominadas por la narco-cultura. La niña joven y bonita se «pimpeaba» para el narco de turno, para complacer su gusto. Su cuerpo era de su propiedad. Por ende, la ropa tenía que mostrarlo.

«Las Muñecas de la Mafia» (2009) /Canal Caracol
De ahí nacieron prendas como el jean «levantacola» y otros artilugios que, paradójicamente, se venden bien, pero que refuerzan afuera el estereotipo de «mujeres colombianas guapas», así los use una contadora para ir a trabajar en Bogotá porque simplemente delinea su figura. Las prendas «colombianas» asociadas de inmediato con la sexualidad. «Colombianas disponibles, complacientes, que hablan bonito».
Eso me lo decían cuando estaba en México (otro país permeado por la narco-cultura) y a más de una amiga también se lo dicen en otros países. Como si hubiésemos creado una raza de ninfas cariñosas, dispuestas y liberales, con toda la doble moral que eso implica, para complacer a cualquier extranjero de turno. Hechas para ser miradas y para complacer. Y por supuesto, las producciones televisivas hechas sobre esta época y que no a todas representan, refuerzan un estigma en el exterior que nos hace un flaco favor a muchas de nosotras.
De «Bendecidas» y slut-shaming
Ahora bien, no critico a nadie que quiera seguir estos modelos de belleza. He comprendido en años de investigación sobre el tema que el contexto particular produce muchas formas de ser y que todas tienen su complejidad. Y que, sobre todo, ser mujer en Colombia, seas como seas, es complicado. Que si bien en un pueblo pequeño pueden obligarte a mostrar más para «gustar», en un barrio de clase alta de Bogotá, una madre escandalizada porque su hija tiene curvas, la quiere obligar a hacerse un bypass gástrico que no necesita (fue real). El problema es el doble estándar. Si queremos ser, está mal. Si no queremos ser, también.

Porque aún tenemos esa cultura de hombre blanco europeo católico que nos dice que aceptarnos y mirarnos o ver quiénes somos, así como expresarnos, está mal. Entonces no es raro que si una mujer prostética que quiere mostrar, sea tildada de «zorra» o «plástica» por los hombres, -que en este país se creen preparadores de reinas de belleza así sean más feos que renacuajos-, pero también deseada. Que sea vista con burla y despreciada con motes de clase y aspiración por las mujeres, así la envidien. Sí, qué maravilla, somos las más guapas en las listas de viajeros. Pero hay que trabajar, joderse demasiado, someterse a miradas ajenas, para serlo. Y ha sido un modelo que ha desgastado a generaciones enteras.
Por eso celebro que existan compatriotas que se han dado cuenta de estos mandatos y se hayan rebelado contra ellos. Que opinen, que hablen, que digan. Prefiero juzgarlas por sus ideas, su físico me es irrelevante. O que, si es relevante, cause malestar. Porque de esta manera, están desafiando todo un sistema que hemos creado desde hace siglos y que a través del glamour se ha reinventado para no vernos a nosotras mismas más allá de cómo somos. Para ver que este mito de la «colombiana bella», simplemente es una etiqueta que muchas están hartas de cargar.