Por Corina del Carmen
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Ser mujer en un país feminicida es traer la sentencia de muerte en la frente. Ser mujer en México significa salir con miedo a las calles, pero también vivir con miedo en casa. En un país donde impunemente se arrebata con violencia la vida de siete mujeres, niñas, jóvenes, personas que lo único que hicieron para merecer tal destino fue nacer en un lugar donde la vida de las mujeres no vale, no importa.
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Ser mujer en este país es reconocer que el riesgo está a la vuelta de la esquina, que la muerte no es un hecho aislado que se lee en un periódico local, sino que es la cotidianeidad de las mujeres, jóvenes, adultas, casadas, solteras, trabajadoras, abuelas, de cualquier edad o situación, la única condición para la muerte es ser mujer.
Porque en un país en el que se nos lincha por putas en redes sociales, en el que en los contenidos de entretenimiento no somos más que las caras bonitas y en las noticias somos las víctimas, se nos acostumbró a que nuestros cuerpos —y con ellos nuestras vidas— son blanco de violencia, y luego son desechables.
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Y este horror no se delimita a la emblemática Ciudad Juárez, todo México es un cementerio de mujeres. La impunidad permite que de costa a costa, de norte a sur, la vida de las mujeres esté en manos de la violencia machista. Así se liberó de cargos al multifeminicida Filiberto Hernández Martínez en San Luis Potosí, aunque confesó haber golpeado, torturado, violado y asesinado a cuatro niñas y a una mujer de 32 años.
Esta normalización de la violencia también permitió que en Puebla las vidas de Aracely, Nayeli, Iraís, Isarve, María, Tania y otras 56 mujeres terminaran a manos de feminicidas. Igual que en Naucaplan con Karen, y Mariana en Chimalhuacán, Estado de México, por mencionar algunos nombres. Sólo unos pocos de los más de 36 mil nombres de mujeres que desde hace 20 años desaparecen en el triángulo de las bermudas del feminicidio, la impunidad y la indolencia.
La violencia no termina, cuando salimos todas a las calles en ese histórico 24 de abril, para gritar nuestro hartazgo de esa violencia que nos ahorca, la respuesta de las autoridades contra esta violencia que arrasa con nuestras vidas fue darnos un silbato, un silbato para hacer un ruido sordo que después nadie escucha.
La violencia machista estrangula nuestras vidas aún antes del feminicidio, como en el caso de Carmen Zamora Villedas, defensora que sufre en carne propia los embates de un proceso judicial en el que se juega la vida, ya que los juzgadores de Ecatepec, el municipio más violento para las mujeres en el EdoMex, podrían dejar en libertad a su agresor Claudio Baruch Alarcón Muñoz, quien la tiene amenazada de muerte.
Para quitarse la carga de conciencia nos dicen que esta violencia es por nuestra culpa, por ser infieles, por ser desobedientes, incluso por lo que vestimos, a pesar de que cada que veo una ficha de Alerta Amber que reporta la desaparición de una mujer, por lo general se trata de alguien que usaba jeans y sudadera.
Hoy me duele tener que escribir estas palabras, me duele tener que reflexionar sobre cómo sobrevivir, ya no digamos progresar en este mundo, me duele pensar en todas ellas, en las que ya no están y en las que seguimos, sin la certeza de por cuánto tiempo.
Marcela Lagarde y de los Ríos, en la investigación para su tesis doctoral sobre los cautiverios de las mujeres, descubrió que dentro del sistema patriarcal que nos oprime las mujeres encontramos maneras de hacer vida, entre los barrotes de nuestra cárcel encontramos espacios de libertad. Hoy me aterra pensar que esos espacios son cada vez más estrechos.
Ahora más que nunca valoro esos espacios, esas redes de mujeres en las que podemos realmente ser libres y felices. Aliarnos con otras mujeres, acompañarnos, abrazarnos, tejer acciones juntas es lo que nos salvará de esta violencia depredadora. Bien lo dicen las compas de la UNAM #NosotrasPorNosotras, esa es la clave para hacer que #NiUnaMás sea violentada, que #NiUnaMenos nos falte. ¡Ante la violencia machista, autodefensa feminista!
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