“Escribo esta carta porque me he sentido confundida este tiempo. Soy madre por segunda vez y todo se me ha vuelto patas arriba…
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Mudar, hablar, vestir, bañar, acunar, mecer, cantar, dormir, alimentar… Pasear dos meses con la espalda tumbada hacia abajo, dándole la mano a mi hijo, después ofreciéndole un dedo, hasta que… ¡ya camina! ¡Foto! Ha pasado como un año.
Un año en que mi hijo ha llorado bastante, tuvo reflujo y además “cólicos”. Lloré de dolor en mi corazón y por momentos las lágrimas saltaban de mis ojos, tal como la leche saltaba del esófago de mi hijo.
“Del llanto a la risa” podría haberse llamado la canción. Era una montaña rusa de emociones. Sólo quería que durmiera para meterme tranquila a ver mis mails y twittear. Apenas sentía que se iba a despertar, me dolían los oídos. Era tan extraño. Luego de dos meses era muy fácil darle pecho, pero me costaba entregárselo, qué cosa más rara. Con mi primera hija, poco de esto me pasó.
Durante este tiempo me he encontrado con los vacíos de mi historia, y he odiado a mi madre y culpado a mi padre. También los he amado, sobre todo cuando me ayudan con mi hija mayor, con el supermercado o el jardinero. Este tiempo o “puerperio” como dice el libro, me ha servido para encontrarme con pausas eternas, con mi historia, mis momentos, mi infancia. He podido averiguar qué quiero, cómo y cuándo lo quiero.
Cuando mi hijo tenía un mes, pensé que me iba a volver loca. Perdí el sentido y lo volví a encontrar. Alguien me explicó sobre el puerperio y pude entregarme por entera, sin reloj y sin miedo a esta nueva vida. Me sentí su capa protectora, una súper mujer, su alimento, su calor por la noche, me sentí su todo. Luego comencé a separarme, tenía que volver a trabajar. Quería seguir siendo visible para mi hijo, pero temía perder mi visibilidad en el trabajo. Sentí tanta ambivalencia y tanta culpa.
Tenía medio de perder mi libertad, pero también por momentos me sentía tan libre, tan segura, tan entera. Otras tantas mil veces, “mastiqué mierda” pensando en que no era parejo. Que todo esto era injusto, el cambio de mi cuerpo, la pérdida de libertad, mis tremendos pechos llenos de leche, el dolor de mis pezones agrietados, la falta de sueño… ¿y a él? ¿Qué le ha pasado a él? ¿Le han subido o bajado los testículos? ¿Le bajaron su sueldo por ser padre?
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Sentí tanta rabia, que por momentos me hubiera sentido feliz de que se llevaran a mi hijo lejos, y a su padre ¡más lejos aún! Me hubiera subido al primer avión en busca de mi libertad perdida.
No me ha sido fácil ser madre en estos tiempos que corren. Es que los tiempos de mi hijo nos son mis tiempos. Voy más rápido, él más lento y a veces me pide todo con tanta urgencia que me desespero, no entiendo y me dan ganas de… pegarle. No lo he hecho, pero me dan ganas y debo pensar, encerrarme en el baño, y todo coincide con que he vuelto a menstruar y aún no recupero mi cuerpo.
¡Mis jeans no me entran! Y mi marido me mira con cara de “el lunes vas al psiquiatra”. Me dan ganas de matarlo, pero me controlo, la verdad, no sé cómo.
He leído libros, me he metido a intrusear a las bloggeras top en relación a la maternidad y aun siento que estoy en proceso de aprendizaje.
Estoy en proceso de cambio: no sé si quiero destinar tanto tiempo a mi trabajo, pero tampoco veo el retorno inmediato de la inversión en tiempo, palabras, miradas, brazos para mi hijo. Mi psicóloga me ha dicho que esto es a largo plazo, que mientras en el trabajo he recibido bonos, en la casa he recibido mocos: los de mi hijo y los míos.
Por momentos me siento muy agobiada y, por qué no decirlo, con la angustia hasta el cuello, ¡volvería a fumar feliz!
En otros momentos no aguanto más la felicidad. Ver su carita, sus manos, sentir su olor, el olor de su boca, mirarlo cuando todavía lo pongo a mi pecho, (sin que nadie sepa, obviamente) y se duerme, feliz. Su reciente caminata o cuando mira su reloj y me muestra la hora. Cuando me escupe la comida. Cuando me dice: “Ma-ma-má”. Cuando me voy y me hace “chao-chao”. ¡Lo amo! no puedo más de amor, me derrito, me desarma, lo amo tanto. Cuando salta doblando sus rodillas, mientras sostengo sus manitos. Darle besos cuando lo tomo y me come la boca hasta que quedamos “babeados” enteros y entonces lo amo más todavía.
Amo ser mamá de mis hijos y sería mamá de muchos otros.
Gestar, parir y amamantar han sido tres momentos cruciales en mi vida, que me han transformado. Ser madre me ha hecho amar más la vida, reorientar mis rabias, me ha ayudado a redefinirme y a sentirme más entera, más mujer, aunque no me quepan algunas ropas, no importa… de a poco voy aprendiendo a entregarme a mi maternidad.
Mi marido ama ser papá, me lo ha dicho. Sé cómo los extraña mientras trabaja 10 horas diarias y como se frustra cuando llega y ya están dormidos. Constato varias veces por semana con qué amor los baña, muda, les canta, les da besos, los duerme, les cuenta cuentos, juega.
Pero estoy cansada, a veces siento, que con dos hijos chicos, el trabajo y lo demás, no voy a sobrevivir, quiero dormir…”.