Maternidad

Soy mamona, ¿Y qué?

Me cae bien mi mamá.

A mi mamá le carga la palabra mamona. No la asocia como yo a una forma de depender de la madre de uno, de quererla quizá demasiado, de echarla de menos y de preocuparse de lo que dice quizás más de lo debido.  En  su época, esa palabra era algo prohibido, que significaba algo muy diferente; consideremos que para ella uno no “termina” con el pololo, sino que “pelea”.

Pero así y todo, ella y yo sabemos que soy súper mamona. Mamitis aguditis decían que tenía; llegando a llorar a mares si no me llevaba al supermercado, sufriendo por su negativa a irme a buscar al colegio –que no era más que un temor extremo a las multitudes, y que ahora que he manejado por sectores escolares a la hora de salida, entiendo- . El sábado encontré que el sol daba tan rico en su pieza que me colé a una siesta con ella. Después me acompañó al mall y ya que la incentivo a caminar, me dijo “vámonos a pie”.

Como todos, pasé por una época de adolescencia en la que quería moverme sola para todos lados, pero nunca –nunca- me dio vergüenza andar con mi mamá.  Si me iba a buscar al colegio, yo feliz; no me importaba vivir a 6 cuadras. Nunca nadie me molestó tampoco; a todos les caía bien mi mamá.

Ahora, no digo que mi mamá no me haya hecho pasar vergüenzas nunca. Mi almuerzo era envuelto en al menos 4 bolsas que igual se ensuciaban; tenía que desarmar el bolso y sacar las bolsas de a una. Me ponía calzones de lana hasta tercero básico. Me botó mi ropa interior por la ventana después de que le dije tres veces que la guardaba altiro. Me escribió un justificativo  que decía que había perdido mi “pianola” (no mi teclado). Y otro que no decía “enferma del estómago”. Decía justamente aquello que piensan. Me manguereó en el pasaje cuando jugué con barro para que no ensuciara la casa.

Sí, discutimos; bastante. Le tengo poca paciencia, y las dos somos polvorita. Terminamos llorando la mayor parte del tiempo y mi papá se emputece, y, obviamente, me echa la culpa a mí. Le da miedo que maneje yo si va ella en el auto, se aterroriza con que salga sola en la noche y a veces le cuesta cachar que soy un adulto y que estoy media hediondita de vieja.

Pero hasta el día de hoy, mi compañera de compras preferida es ella. Cuando peleo con mi pololo, con una amiga, llego a su pieza a llorarle mis miserias.  Y no crean que lo hago porque suele darme la razón. Para nada. De hecho cuando era chica y tenía problemas con un profe, la culpa siempre era mía. Me escucha pero su consejo es casi siempre el mismo: que analice lo que yo estoy haciendo mal. Que tenga más paciencia, que sea más dulce, que yo cuando quiero ser simpática puedo serlo. Es como una amiga casi como yo de alta, pero no. Con sus años y sus diferencias y todo, pelamos cuando queremos pelar, peliamos cuando queremos peliar y lloramos cuando tenemos que llorar.

Me trató de enseñar a tejer y mi zurdez y ñurdez la detuvieron; traté de enseñarle computación pero me faltó paciencia. Me enseñó a no dar por lista una tarea hasta que estuviera perfecta y que si me organizaba, todo salía más fácil. Se rehúsa a aprender a hacer transferencias o a tener una lista de supermercado antes de salir.  Le enseñé a ir a Patronato en metro, a usar Facebook, a leer mis columnas. Ella me ha dicho que escribo bonito, pero que para qué pongo garabatos. Yo le digo que a veces hay que hacerlo, y ella se pone colorada cuando le digo con una sonrisa. “Mamá… no hueí”

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