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Las cenizas de Copenhague

La cumbre de Copenhague era ante todo la escenificación de un deseo necesario: una humanidad que rectifica un camino equivocado y conjuntamente afronta el difícil reto de una cultura sostenible y equitativa en una biosfera frágil y finita. Muchos albergábamos el deseo de que en ella, la sociedad civil, la ciencia y la razón fueran escuchadas por aquellos que tienen el poder de decidir por todos nosotros.

Quizás también era necesario escenificar su fracaso. Sólo si es palpable, si vemos volar las cenizas de la esperanza en el frío aire del invierno nórdico, comprenderemos la poderosa inercia de nuestra civilización que, como todas las que la han precedido, no es exactamente dueña de su propio destino. Pues si miramos de reojo a la historia, nos daremos cuenta de que las civilizaciones no suelen modificar sus principales patrones de desarrollo, aquellos que acaban convirtiéndose en constitutivos de las mismas.

En nuestro caso, el capitalismo triunfante con su letal ilusión de crecimiento continuo, y el petróleo como motor imprescindible de su economía. No era, pues, fácil, un éxito real en la cumbre, pero tampoco esperábamos un declaración tan firme de inmovilismo frente a lo urgente, a modo de garantizado blindaje ante cualquier legítima protesta ulterior.

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El acuerdo de Copenhague viene a decir entre líneas que el futuro de la humanidad y de la biosfera no es algo de su incumbencia, que lo que los políticos encumbrados pueden llegar a hacer son pequeños y esforzados ajustes en el sistema, es decir, a lo sumo atenuar el desastre, pues nunca la cúspide de una pirámide va a hacer nada que ponga en riesgo toda su compleja y jerárquica estructura.

Sin embargo es importante desde el principio diferenciar dos aspectos: por un lado nos encontramos con la dificultad de conseguir cambios decisivos con el actual sistema de gobierno del mundo, lo cual parece bastante improbable a la sombra de la cumbre, y por otro, con la dificultad intrínseca de dichos cambios de modelo cultural, que si bien suponen un gran reto, sí son factibles. A este respecto es muy importante no dejarnos llevar por una predeterminación fatalista, pues la austeridad y la autocontención eran y siguen siendo posibles. De hecho es uno de los más ilusionantes objetivos de progreso: mantener una vida buena para los habitantes del planeta a través del reparto y el comedimiento. Ahí es nada.

Pero junto al fracaso más patente, el de los acuerdos, entiendo que hay otro que ha pasado algo desapercibido: el fracaso de la propia estructura de representación del mundo ante un reto concreto y a la vez global. La lógica de la distribución del poder a través de los representantes políticos de los estados-nación, con su compleja y cambiante estructura de alianzas, intereses y desigualdades, no es operativa para afrontar problemas globales que deben estar por encima de intereses particulares. Por si quedaba alguna duda tras la guerra de Irak, la idea, aunque imprecisa y difuminada, de una cierta representatividad de los intereses de la gente por parte de los políticos, debe quedar definitivamente borrada.

En Copenhague hemos asistido al radical ninguneo de la supuesta base de la democracia, la voz del pueblo -si se me permite la expresión- se ha visto radicalmente desoída sin que ello suponga ya ninguna sorpresa. Tras tan obscena ignorancia debe darse un replanteamiento de los modelos de contestación política. Pero como decía en un artículo reciente Alain Touraine, es improbable que la sociedad civil a través de sus múltiples organizaciones que recogen todo el espectro de la ética, pueda sustituir a los políticos en la difícil tarea del gobierno del mundo. Y sin embargo, insistía, carecemos de los cuadros institucionales necesarios para resolver nuestros problemas, necesitamos alternativas al actual sistema.

Quizás el lugar de los movimientos ciudadanos en la siguiente cumbre mundial del clima siga siendo el de un Pepito Grillo esforzado y dotado de las últimas tecnologías de la comunicación por red. Pero no olvidemos que tampoco esto ha sido bien visto en Copenhague. En la cumbre hemos asistido al castigo preventivo -miles de activistas detenidos antes de actos concretos del programa- y también ejemplificador, encarcelando durante casi un mes a unos pocos activistas de Greenpeace -señalados representantes de una organización con dos millones de socios en todo el mundo-, por burlar la seguridad “del sistema” y mostrar unas modestas pancartas de desconfianza. El totalitarismo ha dado un pequeño paso adelante en el ejemplar estado democrático de Dinamarca.

Dentro de un año, en México, ¿debemos asumir el mismo esforzado papel? ¿Habrá cambios en el guión de la represión y el ninguneo? Probablemente no los haya, y es posible que tengamos que continuar con la escenificación de la protesta para que ésta se haga tangible. Visibilizar y denunciar los crímenes parcialmente invisibles, que no por ello menos ciertos y detestables.

Pero cabe aprender algunas cosas de la experiencia reciente: la argumentación veraz en este ámbito no va a ser escuchada, y sus voceros se verán cada vez más como sujetos excesivamente molestos como para ser condescendientes con ellos. A su vez, esa sociedad civil organizada que estaba en las calles de Copenhague haría bien en interiorizar el pensamiento político, aquello que tiene que ver con la gestión del poder en la polis global. La vieja idea -que algunos empezamos a susurrar de nuevo- de recuperar la política desde unas coordinadas distintas a la llamada democracia representativa, una política mucho más horizontal y participativa donde el concepto de ecosocialismo necesariamente ha de ser una de sus principales raíces. El cómo sigue siendo la piedra angular. Lo dejamos para una próxima entrega.

Jose Albelda

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