Cada diciembre, Mi pobre angelito vuelve a colarse en los hogares como un ritual inevitable. No importa cuántas veces la hayamos visto: Kevin McCallister defendiendo su casa, los Wet Bandits cayendo una y otra vez en trampas imposibles y ese mensaje final sobre la familia siguen funcionando con la misma magia de 1990.
La película no solo marcó una generación, la creó. Para muchos, la Navidad no comienza hasta que Kevin grita desde la pantalla. Y hoy, 35 años después, quien vuelve a conmover no es solo el personaje, sino el hombre que creció detrás de él: Macaulay Culkin.
En una reciente charla pública, el actor compartió una faceta profundamente íntima y entrañable: la manera en que sus hijos están descubriendo -poco a poco- que su papá es el niño más famoso de la Navidad. Y lo hace con una mezcla de humor, nostalgia y una honestidad que resignifica por completo su legado.
Mantener viva la magia aunque sea un poco más
Culkin confesó que en casa aún intenta preservar la ilusión. “Cuando ven la película, siempre le llaman Kevin. La ilusión sigue ahí”, contó entre risas. Para sus hijos, él no es una estrella infantil, sino simplemente papá. Sin embargo, ese velo empieza a levantarse. “Mi hijo pidió ver una foto familiar, y de inmediato señaló y dijo: ‘Ese niño se parece a Kevin’… Está empezando a unir los puntos. Yo quiero mantener la ilusión el mayor tiempo posible, como con Santa Claus”.
La comparación no es casual. Home Alone se ha convertido en un mito navideño, y Culkin parece decidido a que sus hijos lo descubran con la misma inocencia con la que millones de niños lo hicieron hace décadas. Aunque sabe que tarde o temprano alguien en el recreo romperá el hechizo, el actor no se resiste a ese breve instante de magia compartida.
Un clásico que hoy se ve con otros ojos
Lo más revelador es cómo la paternidad transformó su relación con la película que lo definió. “Ahora puedo ver esa película y todo mi trabajo con otros ojos. Antes era solo un trabajo; hoy puedo sentarme junto a mis hijos, mostrársela y sentir orgullo”, explicó. Esa frase pesa aún más cuando se entiende el contexto: Mi pobre angelito fue filmada durante una etapa oscura de su infancia, marcada por abusos, presión extrema y conflictos familiares que lo llevaron a alejarse de Hollywood por casi una década.
Culkin ha sido claro al hablar de ese pasado. Describió su niñez como un “infierno silencioso”, con un padre que lo forzó a trabajar sin descanso y una batalla legal que giró en torno a su fortuna millonaria. A los 14 años, tomó una decisión inédita: retiró legalmente a sus padres del control de su fideicomiso para protegerse. Por eso, que hoy abrace esa película no es un gesto menor, es un acto de reconciliación personal.
“No huyo de esa película, no me escondo. Al contrario, la abrazo”, dijo. Y esa aceptación también lo llevó a compartirla con el público de una nueva forma: giras especiales donde se proyecta el filme y luego conversa con la audiencia. “La gente ríe más cuando está junta. Son padres trayendo a sus hijos, y están viviendo la película como debe vivirse”.
Ver a Macaulay Culkin hoy, hablando de Mi pobre angelito desde la paternidad y no desde la herida, confirma algo poderoso: los clásicos no solo sobreviven al tiempo, también crecen con nosotros. Y quizá esa sea la verdadera razón por la que esta historia sigue funcionando cada Navidad. Porque al final, como Kevin aprendió aquella noche nevada, la familia —real, elegida o reconstruida— siempre es el mejor lugar al que volver.

