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Cada vez que tengo que disfrazarme, siento como una libélula que me ataca por dentro y la cosa termina mal. A los ocho años, por ejemplo, me disfracé de Madonna –en su versión de Material Girl– y todos pensaron que era prostituta. La inspectora del colegio me dijo que era una «vergüenza», y que con tanto hoyo en las medias y los labios rojos calificaba para «bataclana». Al año siguiente escogí ser «brisa». Fue una mala idea de mi mamá. Demasiado abstracta para una niña. Con mi túnica negra y toda esa gasa verde que me cubría, todos pensaron que era un «alga». Definitivamente un «alga» estaba en un escalafón inferior a la «brisa». El «alga» olía mal. Se me relacionó instantáneamente con olor a pescado podrido y a harina de pescado de matadero. Guácatela. Mis compañeras, las «princesitas», me vieron como la «rara».
«Sólo las ‘raras’ se disfrazan de algo ‘raro'», pensaron. Y me importó un pepino. Cada uno con lo de cada uno. Pero ahora sí me importa. Ahora mi descriterio me hace disfrazar mal a mi propio hijo. Sin darme cuenta lo convertí en desadaptado. El otro día lo entendí, averigüé que existían dos formas de convertir a tu hijo en «desadaptado». La primera era mandándole de colación un jugo de sobre puesto en una botellita de plástico chica reciclada con el afán de hacerlo parecer bebida. Y la segunda era disfrazándolo muy diferente a los demás. Lo descubrí. Mi hijo llegó al colegio y fue instantáneamente segregado. Fue un día martes. Lo recuerdo. La tía me pidió que lo mandase de «cavernícola», y a mí no se me ocurrió nada mejor que confeccionarle un traje estilo jumper. Porqué asocié el concepto de jumper colegial a un cavernícola, no tengo la menor idea. Sólo sé que compré un par de metros de trevira y cosí toda la noche. Se me llegaron a hinchar los dedos de tanto pinchazo que me di. El atuendo quedó medio deforme. Con amor pero mal hecho. Un jumper café sin mangas y flequillos, puesto sobre una camiseta blanca, pantys de lana blancas y sandalias. El toque maestro fueron tres pelillos cafés que le dibujé en la barbilla, para acentuarle aún más su aspecto cavernario. Frente al espejo calificaba.
En la casa todo califica. Todo suele funcionar perfecto. Pero cuando uno sale al mundo las cosas comienzan a empeorar. Esa es la regla de la vida. Los alcances del estilo animal print los conocí recién esa mañana. A todos, absolutamente todos los niños, sus madres les habían confeccionado sus trajes en ese estilo. Andaban como leopardos, tigres o panteras. Se asemejaban muchísimo más al Bam-Bam de Los Picapiedras que a un cavernícola tradicional. Sólo mi hijo andaba como personaje bíblico. Se parecía al padre de Jesús. De hecho cuando lo vi allí parado, actuando, todo pequeñito, con su barbita dibujada con plumón y sus sandalias de cuero café sobre las pantys de lana blancas, en lo único que pensé fue en mi descriterio.
En la historia de la «brisa», en la de Madonna, y en la del detergente. Una vez me disfracé de detergente. Para una fiesta de la universidad forré una caja de cartón gigante con papel lustre azul y me la colgué sobre unas panty. Mi madre –antes de salir de casa– me dijo que no me veía nada de coqueta. En la fiesta también pensaron que no me veía nada de coqueta. Sólo los gay me cotizaron. Les pareció cool eso de andar persiguiendo a una caja de cartón toda la noche. Me embriagaron y me rodearon como abejorros. Luego no recuerdo qué pasó. De lo que sí me acuerdo es de mi hijo. Esta semana de pura culpa le compré un traje de Linterna Verde, y además lo invité a comer comida rápida. Pese a que la propia pediatra me dijo que la comida rápida lo llenaba de bacterias. ¿Eso significará ser mala madre? Tal vez. Sólo le ruego a Dios que no venga la catedrática de las madres a decírmelo.