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Pellejerías de una separada: Conociendo el misticismo. Por Leo Marcazzolo

Cuando lo conocí, de inmediato lo supe: este hombre proviene de otro lugar. De la Luna. Lo conocí un sábado en la noche en una esquina…

 

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Aparecí en su esquina, y no pude saltármelo. Comenzó a hablarme. Comenzamos a esperar taxi, y él tenía un ojo arriba y otro abajo. Olor a pisco y equilibrio precario. La calle lucía desierta, oscura, y mojada. En calles que lucen así cualquier cosa puede pasar, dicen. O al menos Stephen King lo dice. Me contó que era un ser evolucionado, que ya había pasado por varias vidas, y que ahora naturalmente se encontraba en un estadio evolutivo muchísimo más alto que el mío. Dijo «naturalmente» con una normalidad tan insólita que de inmediato entendí que él –aún sin conocerme– se creía espiritualmente superior a mí. Según él yo era una lombriz, y él, el Dalai Lama en vivo. Eso me dijo. Literalmente. Estaba curado. Era el Dalai Lama curado. Ni el propio Buda lo habría podido despegar de la botella. Lo quedé mirando con ojos de huevo frito, y me dijo que tarde o temprano también evolucionaría. «Imagínate que yo una vez fui barata, y mírame dónde estoy ahora».

Era indiscutible que no pensaba como cualquiera. Era un sujeto particular. Contaba que se alimentaba con lechuga hidropónica, queso de cabra y un pan tan endurecido por el centeno que pasaba más tiempo de lo prudencial sentado en el trono. Admitía además que lo más característico de él era su buena digestión y su buen carácter. Se definía a sí mismo como un hombre «meditabundo». Es decir como alguien de perfil más bien «profundo y reflexivo», que se sentía más cómodo en el Valle del Elqui que en la ciudad. De hecho, mientras seguíamos esperando el taxi me contaba que iba allá asiduamente para limpiarse, y que apenas llegaba de inmediato se introducía a las peculiares «pirámides espirituales» para meditar. Las pirámides eran tan peculiares como dos palos de bambú puestos en forma de triángulo y un cojín para sentarse. Culposo como nadie, se pegaba latigazos mentales para auto-flagelarse por ser como era: tan picado de la araña y tan re-bueno para el pisco. Lo que más le molestaba de él era justamente eso, su afición al pisco. Dalai Lama tenía un tono tan monótono y repetitivo que inevitablemente me remontaba al Valle. Yo también fui una vez al Valle.

Lo recuerdo como si fuera hoy. Tenía veintidós años y la personalidad propicia para provocar «incendios». Era mañosa, cínica y malas pulgas. Por aquel entonces lo que cundía era el misticismo. De hecho todos pensaban casi igual al Dalai. Había uno, por ejemplo, que esperaba la llegada de los ovnis. Y otro que era tan devoto de la naturaleza que juraba que su Pastor Alemán –que era joven y bueno para correr– tenía la facultad de decirle quién podía y quién no podía quedarse en el Valle. Ojalá ese perro hubiese podido firmar los papeles de divorcio. Su amo era un cretino. Una vez se lo dije, y al día siguiente me echó. Me dijo que su perro me estaba «expulsando» formalmente del Valle.

Me fui y nunca más volví. Le tomé cierta tirria al misticismo. Cierta distancia. Y es que creo que lo que más me molesta de ellos es justamente eso, que no me respeten, que por alguna extraña razón no me quieran. ¿Quién no me quiere a mí? Nadie. Sólo el Dalai Lama, que lo único que hacía era seguir molestándome con ese asunto retorcido de la lombriz. Hombre de la guayaba. Se merecía que alguien le dijera algo. De hecho estaba a punto de decírselo cuando de pronto algo ajeno a mí me lo impidió. Una sombra extraña asoló sus ojos. El Dalai Lama comenzó a confesarse. Su «chica» lo había sacado de su casa, gritándole que era un «imbécil», y ciertamente, aunque lo era, no se merecía eso. Ni siquiera el Dalai Lama se merecía eso.

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