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Pellejerías de una separada: la división de los discos. Por Leo Marcazzolo

Sé que no es una tragedia, que no debería estar llorando, pero igual lloro. Kurt fue el que más me dolió, definitivamente. Podría comprármelo de nuevo, pero ya nada sería lo mismo. Ese pequeño disco era el Unplugged, de Nirvana. Un clásico que me hacia feliz.

 

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Foto: reproducción

La música nos hace mejores personas. Si escuchamos un disco de Nirvana y entendemos que quien está cantando, o sea Kurt Cobain, es una especie de Cristo-ateo-irreverente-mal nacido, obvio que nos convertiremos en mejores personas. Mi vecino también piensa lo mismo. Se pone generoso cuando escucha a Lucho Dimas. Me regala una taza de harina tostada con leche y me dice que soy bonita. Y mi papá también. Mi papá solía enloquecerse cuando se ponía a escuchar ciertas canciones de la Violeta. Me regalaba billetes grandes y se tomaba varias copas de vino.

Así era mi papá. El sonido de la Violeta lo emborrachaba siempre. Pero pese a eso, igual era mejor persona con Violeta que sin Violeta. Y yo definitivamente soy mejor persona con Kurt Cobain que sin Kurt Cobain. Y por lo mismo me pica tanto que ahora que me separé ya no tenga más a Kurt Cobain. Por más que lo busco no lo encuentro. Con la separación perdí más de 35 discos, y entre ellos se fue Kurt.

Sé que no es una tragedia, que no debería estar llorando, pero igual lloro. Kurt fue el que más me dolió, definitivamente. Podría comprármelo de nuevo, pero ya nada sería lo mismo. Ese pequeño disco era el Unplugged, de Nirvana. Un clásico que me hacia feliz. Lo compré cuando era soltera y ni siquiera pensaba en casarme. Cuando aún gran parte de mi mundo se debatía entre el rock, la noche y la cerveza. Por aquel entonces realmente creía que uno podía vivir para siempre siendo rockera. Y después me casé y pensé lo contrario. Pensé que ya había llegado la hora de madurar, que no podía seguir siendo «yo». Que ya no podía seguir moviéndome como una niña perdida por la ciudad. Como si madurar hubiese significado obligatoriamente envejecer cien años. Dejar todo lo que había sido. El matrimonio jamás debiera cambiarnos, pero me cambió a mí. Permití que se me perdieran 35 discos y sentí cada uno.

Los guardaba en un armario bien bonito que me había heredado mi abuela. Era de madera, y ahí mi abuela solía guardar toda su ropa interior, sus camisas de dormir rosadas y sus cuadros que eran del porte de una bandera. También su bacinica de loza. Pero no había ningún tipo de olor de bacinica ya que el olor de la naftalina era tan fuerte que lo anulaba todo. Mi abuela ponía allí, digamos, entre su ropa interior, las bolitas blancas, para defenderla de los bichos. Mi abuela odiaba los bichos y yo también odio los bichos.

Me gustaba mirar mi música. Pero no sé en qué minuto comencé a perderla. No sé en qué minuto comenzó a llevársela el duende del matrimonio. Odio al duende del matrimonio. Los duendes de los matrimonios creen que pueden arrasar con todo lo que pillan. Los discos y los libros, que son definitivamente las cosas que más la definen a una. Me dolió perder esos discos. Cuando comencé a contarlos y me di cuenta de que ya no los tenía, sentí que una parte de mí se iba con ellos. Me faltaba el de los Sonic Youth, el de los Fabulosos Cadillacs, la canción Padre Nuestro, me faltaba Morphine. Y me faltaba el de David Bowie. Y eso que yo me casé con «Life for Mars», de David Bowie. Me puse a llorar frente a ese armario. Mi pena era tan negra como el armario. Los 35 discos eran más que 35 discos; eran la metáfora misma de la pérdida. Uno pierde cosas durante el matrimonio. Cosas que no se recuperan nunca.

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