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Mi amiga Violeta siempre dice que lo más importante en el mundo es ser agradecida; que uno tiene que agradecerlo todo. Y yo lo hago. A toda la gente del mundo. De hecho siempre me repito a mi misma lo bendecida que soy por tener las amigas que tengo. Amigas que son capaces de hacer cualquier cosa por mí. Amigas que tuvieron el tino –o desatino– de organizarme un Baby Shower de separada, con el único objetivo de que les contara el comidillo completo de mi separación.
¿Habrase visto semejante extravagancia? Nunca. ¿Será normal o sólo me pasarán a mí este tipo de cosas? No lo sé. Lo único que sé es que me organizaron una especie de aquelarre a moco tendido que falló en un gran detalle: nunca hubo moco tendido, porque sencillamente no lloré. Preferí arrimarme a la botella, limpiar mis lágrimas con champaña y sushi, hasta terminar tendida. Finalmente me tuvieron que asistir entre dos para bajar la escalera. De otra forma me hubiese caído. Creo que tomé demasiado. Creo que nada en este «proceso» (así le llaman ahora siúticamente a lo que estoy viviendo), ha sido muy glamoroso. Tampoco ha sido muy terrible. Simplemente ha sido. O más bien sólo quiero que pase, que se vaya, que desaparezca de mi casa, como el olor a gas. Quiero despertar una mañana y volver a ser yo. Soltera y sin culpa. Soltera y con un trébol de cuatro hojas tatuado en la cadera para la suerte. Respirar el aire contaminado de Santiago y sentirme feliz. ¿Será muy difícil, acaso? Bueno, eso mismo les pregunté a mis amigas y todas fueron implacables. Me dijeron que no, que debía vivir mi «luto».
«Debes vivirlo a concho», me dijo una con cara de reflexión. Y yo no pude dejar de preguntarme a qué se refería con eso. De inmediato me di cuenta de que odiaba la palabra «luto», y se los dije a mis amigas. Y que sencillamente me rehusaba a andar por ahí consumiendo productos orgánicos mientras me enjuagaba las lágrimas de la separación con jugos de zanahorias. «No me restauro las venas con pasta muro», les dije, explicándoles además que prefería mil veces andar con mis venas abiertas y bancármelas, y no llorar.
La palabra «luto» siempre me ha provocado escalofríos. La encuentro grande. Es para muertos grandes. No para andarla malgastando. No es para lo que estoy viviendo. «Lo que estoy viviendo es otra cosa», les dije. Se llama volver a ser yo. Antes era yo… Y ahora soy yo y dos niños. Y eso no se llama «luto», se llama «reorganización». «Me estoy ‘reorganizando'», les dije, y todas me quedaron mirando. No había sido tan triste encontrarse conmigo después de todo, deben haber pensado. No había sido tan triste como cuando todas –las mismas que estábamos allí ese día– íbamos al colegio y nos juntábamos en las casas de las amigas después de clases. En el 485 de Las Amapolas. Como cuando escuchábamos a Cerati y nos poníamos a comer leche condensada con Milo, mientras estrujábamos nuestros corazones sufrientes ante la intolerancia de nuestros días.
Teníamos 15 años cuando mezclábamos las conversaciones de sexo con Dios. Cuando aún nada estaba muy claro y todas vivíamos en ese limbo oscuro de la adolescencia. Cuando aún no existían certezas, y la única que existía era que a pesar de ser una tropa de inadaptadas sin rumbo, igual lo único que queríamos era casarnos y tener familia. Pero ahora todo era diferente. Ahora la gran diferencia era que ya habíamos logrado eso, y que ya lo estábamos desarmando para volver a armarlo.