
En el mundo deben rondar millones de historias que hablan de Semana Santa. Historias relacionadas con depuración y sacrificio. Historias de conejos y huevos de chocolates, de la sangre de Cristo, o simplemente de un fin de semana alocado. Pero para mí la Semana Santa no es sólo eso. Para mí significa recuerdos. Memoria. Y mis recuerdos -casualmente- siempre se entremezclan con la comida. La comida funciona como un verdadero gatillo para detonarlos. A los 5 años, por ejemplo, descubrí el chocolate, justo en un episodio de Semana Santa. La escena comenzó con un silencio de lo más rotundo. Con mi mamá parada en el centro de mi pieza, como una silueta borrosa, sosteniendo no sé qué en la penumbra.
Hasta que de pronto se dilucidó la imagen. Era ella con una canasta en ambas manos, llena de huevitos para anunciar la llegada de un conejito repartidor. Luego yo despertándome, viéndola a ella, sin llegar a comprender su acto. Y por último, yo atiborrada de chocolates, sentada en pleno patio de mi casa, llorando, con el corazón partido, por no haber encontrado al conejito repartidor. Hasta que 3 años después se sucede el segundo recuerdo. Avanzo hasta los 8 años y me veo más feliz logrando comprender el rito. Que lo esencial no es el conejito sino los chocolates. Que la fecha está esencialmente diseñada para llenarse con chocolates. Y se lo confieso a una tía, y mi tía, reacciona de la peor manera. Me hace conocer la culpa, diciéndome, que soy la persona más hereje que ha conocido.
Y yo de esa manera finalmente descubro la herejía. Y, además, descubro que por nada del mundo me gustaría caer en ella. Así que al año siguiente asumo el ritual más religioso que llega a mí. Junto con mi amiga Lucha, decidimos quemar un Judas. Hacemos uno con un palo de escoba y unos jeans gastados de su abuelo. El muñeco se asemeja a un espantapájaros. Es verdaderamente horripilante. Lo paseamos por todos los cerros de Valparaíso y parece no impresionar a nadie. No mostramos ninguna vergüenza ante la ridiculez del acto. El muñeco es tan desaliñado como la poca destreza de nuestras manos. Por las calles del puerto abundan los Judas Iscariote. El ambiente está como enrarecido con la abundancia de ellos. Una multitud aleonada no logra disolverse y cesar de quemar muñecos. No entienden la raíz de lo que están haciendo. Se revuelcan en el sin sentido de su fanatismo. Sólo dicen que es una tradición heredada de no sé qué familia.
Yo y la Lucha tampoco entendemos el por qué del acto. Una señora nos indica que es para depurarse. Otra nos dice que es para denunciar vecinos. Otra simplemente no sabe nada. Otra mira con gesto taciturno. Hasta que aparece un niño verdaderamente imperturbable. El niño parece tener una explicación certera. El niño sí apunta a un objetivo. Quema muñecos -como la excusa más elaborada y religiosa- para pedir dinero. Lo hace para comprar huevitos. El niño se hace agua a la boca mientras explica eso. El niño es completamente codicioso. El niño arrastra un muñeco -de tela y lana más largo que él- y aún no logra conocer la culpa.
El niño se parece a mí. Tanto que yo y la Lucha -a pesar de lo que la gente diga- tampoco creemos que debiera vivir la culpa. Yo y la Lucha decidimos que más nos convendría imitar al niño. Que también deberíamos salir a recolectar dinero. Y lo hacemos arrastrando al bendito Judas. Gritando puras excentricidades que no recuerdo. Lo terminamos quemando en plena plaza pública. En un acto de lo más ridículo. Las llamas suben hasta el cielo. Las llamas nublan nuestros ojos. Las llamas nos provocan lágrimas de cocodrilo. Las llamas también nos provoca la certeza de que estamos cometiendo la última de nuestras herejías.