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Me es imposible establecer aquí que ir sola a un bar sea la mejor idea del mundo. Ya que cada vez que alguien se atreve a cruzar esa línea, desde las raíces mismas del bar, se empiezan a tejer los más brutales e inventivos relatos. Los propios parroquianos son los que comienzan. Los que primero ubican con ojo de lince al forastero y luego empiezan a lanzarle sus dardos. Especulan de todo sobre el susodicho. Sin ningún tipo de pudor. Dicen que está deprimido, que lo dejaron, que su mujer le puso los cuernos, que lo echaron del trabajo, o cualquier otra cosa. Y si es mujer, la cosa se pone peor.
Porque si es mujer es imposible que no digan que está en busca de un hombre. Cuando en el fondo lo único que quiere es un trago. O más bien, tomarse un trago al lado de mucha gente que está haciendo lo mismo que ella. Espíritu gregario en estado bruto. En términos simples, quiere dejar de sentirse sola. Como todo el resto de los contertulios. El problema es que de todos, ninguno lo lee así. La ven más bien como la materialización de la decadencia.
Como mi amiga Lucha. Mi amiga que siempre ha acuñado la teoría de que ir sola a un bar es básicamente como traicionar las reglas más esenciales de la cordura. Su fundamentalismo simplemente espanta. En especial si se encuentra con uno. El otro día no más pillamos a un solitario y comenzó de inmediato con sus especulaciones. Pero la más absurda de todas fue, definitivamente, la que lanzó al final. Cuando dijo que el tipo era un completo «cornudo», y que sólo se encontraba allí, estrujándose la nariz con cerveza, para encontrarse un tarugo que reemplazara al otro tarugo. Un separado hecho trizas, al cual le habían puesto los cuernos. Y lo más increíble del asunto es que todo esto lo decía sólo porque el tipo se veía solo. Solitario como nadie, con una posición tal vez demasiado tímida frente a la barra. Que según ella, era señal inequívoca de su «depresión». Así de dogmática andaba la Lucha.
Aunque, a decir verdad, el tipo ciertamente era tímido. Su imagen allí era tan asimilable a la de un caracol humano que llegaba a provocar congoja. Como si el caracol sólo se hubiese guarecido allí para esconderse del dedo de un niño que lo quería aplastar. Ese era su reflejo. Encorvado, con los ojos fijos en el tono ámbar de su cerveza y con cara de pocos amigos. Pero a pesar de eso, la Lucha, mientras más tomaba peores dardos le tiraba. Eso, hasta que finalmente me cansé y decidí que el tipo, al menos por un rato, se merecía poblar nuestra mesa. Nadie podía estar tranquilo en aquella barra. Nadie, si era objeto de tanto pelambre. El tipo definitivamente tenía que poblar nuestra mesa. Era así de simple. Así que fui a buscarlo.
Me lo traje con cerveza y todo. Con su cerveza y su perplejidad. Porque pocas veces en mi vida he visto a alguien tan sorprendido. Tenía la misma cara que si lo hubiesen robado. Eso, mientras la Lucha decidía que lo mejor que podía hacer era permanecer amurrada. Simplemente lo decidía, porque yo había actuado contra su voluntad, y cada vez que alguien actuaba así, sencillamente, se fundía. Pero más allá de ella, al lado del tipo, la cosa se ponía interesante. Interesante, porque el tipo demostró tener la más simple de las historias. Su historia era tan simple como ir a comprarse un kilo de azúcar.
El tipo no era ni cornudo, ni despechado, ni nada. El tipo sólo quería un amigo. Estar ahí. En la ciudad. Eso, a pesar de ser medio corto de genio. Medio tímido, porque siempre permanecía allí. En el mismo taburete de siempre. Con la misma cara de pocos amigos de siempre. Desde el mismísimo primer día que había llegado a Santiago. Desde hacía más de dos meses, desde Chillán. Y desde ese primer día, no había perdido sus esperanzas de encontrarse a alguien, sin imaginar jamás, que tras él, tras el bullicio del bar, se escondía el más puro y cotidiano de los pelambres.