
La Patricia desde que nació optó por embarazarse a una edad tardía. Incluso ya lo había decidido de muy niña. Recuerdo que a los ocho años, mientras todas estábamos jugando a las muñecas y sólo queríamos tener hijos, ella ya lo había decidido. Había decidido que antes de siquiera ponerse a planearlo, tendría que llevar a cabo muchas cosas. Infinidad de cosas. Cosas como viajar, ser egoísta, acostarse por deporte o, sencillamente, perder el tiempo. Lo mejor para ella era perder el tiempo. Llegar a su casa desierta y no tener sencillamente nada que hacer más que prender la televisión. Prenderla y acostarse a esperar la lluvia. La Patricia le tenía cierto cariño a la «tele». Le decía «tele» –como todo el mundo– pero la nombraba como si hubiese sido su hija. La hija que no pensaba tener hasta cumplir una edad tardía. Más allá de los 38 años, pensaba. A partir de esa edad ya estaría todo bien.
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Y así ocurrió. La vida de la Patricia terminó por ser tan predecible y programada como el minutero de cualquier reloj. Ningún detalle se le escapó de las manos. Todos los aspectos de su vida terminaron por ordenarse en filita, como congregados por un imán. Un potente imán capaz de aglutinarlo todo. Creo que ese imán, finalmente, estaba en su cabeza. Sólo que no era perfecto. Era claramente vulnerable a las miles de eventualidades que tendría que vivir cuando le llegara el momento de enfrentar a su primer hijo. Su primer hijo a una edad tardía. Hasta que el momento llegó.
El niño arribó al mundo con una mueca sonriente y una cobertura de placenta. Lo sacó el médico y lo elevó al cielo su padre. Nada fuera de lo habitual. Todo tan normal como la expresión que tenía la Patricia el día del nacimiento. Cara extraña. Quizás como de miedo. Ese día estuvo marcado por dos fenómenos particulares: primero por su insaciable deseo de devorarse todo el helado de piña del mundo, y segundo, por el terror visceral que sentía frente al recién nacido. Incluso decía cosas tan descabelladas como que ya se le había pasado el cuarto de hora. Como que a los 39 años había sido demasiado tarde para tener un hijo. Que no sabría cómo cuidarlo, qué hacer frente a su cuna. Eran demasiadas las interrogantes. La Patricia se ahogaba en un vaso de agua.
Y más se ahogó cuando llegó a su casa y se vio sola frente a la sinfonía monocorde del llanto. La guagua lloraba sin parar. Era de noche y el eco de su llanto llegaba a retumbar en la pieza. Sólo estaba su marido y la guagua. Y ella no sabía cómo tratarla. No sabía cómo calmarla. Y lo peor de todo es que se sentía cansada, vieja. Más que nada, vieja. Recordó que antes, cuando tenía sólo veintitantos años, era capaz de todo. Se sentía mucho más poderosa. Con más energía. Capaz de salir en la noche y el día. Y ahora no podía. Ahora se le cerraban los ojos. Tenía que calmar a la guagua, y se le cerraban los ojos.
Y es que aunque se sintiera feliz por el nacimiento, igual lograba sentir el peso de los años. Y la guagua continuaba llorando. Eso hasta que de pronto se calló. La Patricia se la puso en el pecho y se calló. Fue, dijo después, uno de los minutos más lindos de su vida. La guagua se la ponía en el pecho y le succionaba todo como por acto de magia. Aunque no la soltaba nunca. Era como un pulpo. Se rehusaba a soltarla. La Patricia después se dio cuenta de que el pecho era abiertamente adictivo. La guagua lo probaba y no quería soltarlo más. Podía permanecer allí toda la noche. Y eso más cansaba a la Patricia, que cada día que pasaba se daba más cuenta que, a su edad, todo se convertía en dilema. Mudar a la guagua también era un dilema. Como que no tenía paciencia. Como que a veces hasta rompía el pañal y lo tiraba lejos. O a veces la guagua lloraba más de la cuenta y sólo le daban ganas de salir corriendo a esconderse a otra pieza.
Y lo peor de todo es que no sabía por qué. No sabía si era porque estaba con depresión post parto o, simplemente, porque estaba cansada. Eso hasta que un día le sucedió algo. Algo sumamente absurdo, proveniente del mundo de lo bizarro, que pareció una broma más de su marido. Todo sucedió en la medianoche. A esa hora su marido se levantó a tientas, y llegó al refrigerador. Con la escasa luz del refrigerador logró ver un vaso de leche descremada. Se veía especialmente solitario y aguado. Parecía más leche descremada que entera. Pero se veía lo suficientemente bien como para tomárselo al seco. Se lo tomó.
Y sólo al día siguiente supo su proveniencia. Era la leche de la Patricia. Así de raro. Pero más raro aún fue presenciar su reacción: escuchar su risa. Que la Patricia no cesara de reírse sólo porque su marido se había tomado su leche. O más bien porque estaba feliz. Estaba feliz de que, a pesar de haber sido madre a una edad tardía, aún tenía energías para reírse.