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La tragedia de vivir con un avaro. ¿Quién no ha conocido a uno? Por Leo Marcazzolo.

Primero, la mueca de tormento. Luego, el movimiento lento y sigiloso antes de sacar su billetera. Y por último, el sufrimiento intenso al entregar el billete.

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Al principio, a la Maida le parecía divertido presenciar su martirio. Verlo sufrir cada vez que abría su billetera. El solo acto constituía show. Una verdadera tragicomedia del quehacer cotidiano. Primero, la mueca de tormento. Luego, el movimiento lento y sigiloso antes de sacar su billetera. Y por último, el sufrimiento intenso al entregar el billete. Una verdadera pesadilla, un ritual que alargaba con el único propósito de compadecer a la Maida. Y ella caía. Caía, porque prefería mil veces sacrificarse a verlo sufrir. Pagar calladita. Y es que Fernando era demasiado avaro. Casi tanto como Ebenezer Scrooge del «Cuento de Navidad». Sufría por cada cosa minúscula que le provocaba gasto. El arriendo, la mantequilla, la salsa de tomates y hasta el confort. Todo.

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Pero, en especial, los cumpleaños. Los cumpleaños lo hacían sufrir. La obligatoriedad de hacer un regalo lo hacía sufrir. Y por lo mismo, cada regalo significaba odisea, devanarse los sesos pensando cómo diablos podría sacar provecho del desembolso. Cómo diablos podría apostar a ganador. Siempre elegía cosas que lo beneficiaran a él. Cosas que podría comer, disfrutar o usar. Como los chalecos que le regalaba a su compañero de departamento, que eran tan poco del estilo del festejado que, inexorablemente, al mes siguiente terminaban en su clóset. Y a su mamá también le hacía lo mismo. Le llevaba chocolates y, de inmediato, la presionaba para que los abriera en la mesa. Y él se los comía todos. Apretaba el puño soterradamente y los iba saboreando uno a uno, hasta terminarlos todos. Y su mamá lo miraba apacible, con el típico gesto que pone el animal de costumbre, ese que conoce tan bien al otro animal que se le hace casi imposible defenderse.

Un poco como la Maida, que también recibía aquellos regalos. Como las invitaciones a comer. Pero a su restorán favorito. No al de ella. Sushi tempura comían. Y eso que ella prefería los ñoquis y la comida italiana. Insólito. Hasta el día de hoy no entiende cómo fue capaz de aguantarlo. De aguantar su avaricia y su expresión –permanente– de ratón martirizado. Además del deterioro de la pigmentación de su cara, del tono grisáceo con que se le comenzó a teñir el rostro. Un fenómeno extraño. Realmente extraño. Fernando cada vez estaba más gris. Su cara ya no parecía su cara. Y la Maida ya no parecía la Maida. Y es que en aquella época comenzaron a pasar cosas. Eventos no tan afortunados que cambiaron sus destinos.

La Maida perdió su trabajo. La echaron –según dijo– por bruja. Por realizar demasiado bien sus tareas, sin exponerle sus secretos a nadie. Pero aquella es otra historia. Ahora nos interesa lo que realmente pasó con Fernando. Cómo él casi se desmayó cuando recibió la noticia, cómo comenzó a ver su vida transitar como un relámpago frente a sus ojos. Así de horrible, ante la sola idea de que ella fuese a necesitar siquiera un céntimo de su plata. Porque no estaba preocupado por ella, sino por él. Por su futuro. Por su peor pesadilla convertida en realidad. Por lo horrible que sería mantener a una mujer sin trabajo. Dividir su sueldo en dos. Tener que comprarle de todo. Pan especial, camarones y jugos de manzana importados de Estados Unidos. Porque ella –pensaba él– más encima era de gustos sofisticados. Todo caro. No se conformaba con nada. No descansaría hasta dejarlo en la calle.  Agua mineral Evian en vez de agua de la llave. Salmón en vez del atún desmenuzado que compraba él. Pensar en aquellas minucias era lo que verdaderamente le atormentaba la vida. No podía dejar de pensar en otra cosa. Como un enfermo, como un obsesivo, como una ardilla cuya única misión es girar y girar en la ruedita de su propio eje. Eso, hasta que se replanteó la vida y tomó conciencia de lo que verdaderamente tenía que hacer.

Y por lo mismo, para no arruinarse, su primer paso fue comprar una libreta para comenzar a anotar, meticulosamente, cada uno de los gastos que le significara ella. Desde el agua hasta la luz. Y luego, cuando pasara la tempestad, cobrarle todo. Todo «generosamente», y sin interés. Era un plan casi perfecto. Hubiese resultado perfecto si no hubiese sido por el más importante de los detalles: la reacción de la Maida. La manera enloquecida en que se puso cuando lo vio por primera vez por rayos X en el único pantano de su vida: en lo más profundo de su propia avaricia.

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