“El error nos salvará” es el título de la introducción de Hasta que valga la pena vivir (Editorial Planeta), el nuevo libro de Constanza Michelson, psicoanalista y escritora. La publicación, trabajada desde hace más de un año, contempla una serie de ensayos y observaciones sobre distintas aristas del siglo XXI, pero específicamente sobre el malestar en la cultura, tal como estudió Sigmund Freud durante el siglo XX.
El deseo de vivir o la falta de él, y el capitalismo del «yo», le dan vida al libro que apunta al modelo del progreso como el principal responsable de la disonancia que vivimos: aumentó nuestra esperanza de vida, sin embargo, cada 40 segundos se registra un suicidio y la depresión es la gran pandemia de esta época.
Con las consignas de octubre, como la famosa “hasta que valga la pena vivir”, y otras como “no era depresión, era capitalismo” o “la revolución me salvó de la depresión”, es que Michelson logró cerrar el círculo. “No hay nada de esta revuelta que no tenga que ver con el deseo de vivir. No sólo es la reivindicación de ciertas consignas, sino que es un estallido del sentido común y nuestra vida”, dice.
La evidencia de una idea que se viene estudiando hace tiempo: cómo el neoliberalismo dejó de ser sólo un modelo económico y se transformó en un gobierno de las conductas; cómo el paradigma de la eficiencia nos tiene esclavos de nosotros mismos, sin tiempo, siempre conectados y, por ende, siempre trabajando. En la promesa del progreso se nos aseguraba más y mejor ocio, pero nos encontramos replicando el lenguaje del management: “Si no te va bien en algo, eres un fracaso o eres mediocre”, y son estos términos del éxito y la meritocracia los que atrapan nuestros cuerpos.
“No hay margen para la tristeza. Si tienes pena, eres depresivo. Entonces, los cuerpos quedan amarrados a categorías estereotipadas que nos generan un vacío, llamado ‘la pérdida del deseo de vivir’”, apunta la pensadora con la que conversamos sobre feminismo, coronavirus y el venidero proceso constituyente.
¿Cómo podemos explicar el capitalismo del «yo»?
Podríamos decir que, en el neoliberalismo, el sujeto tiene una paradoja que se subjetiviza sin subjetividad; ser sujeto es estar sujeto al cuerpo, a los otros, al mundo, es depender. La fantasía del mejoramiento es no depender de nada: ni del cuerpo, ni de sus limitaciones, ni las limitaciones que lleva, por ejemplo, amor, ni relacionarnos con otros, ni con el mundo, y eso atraviesa toda nuestra vida. Y tiene trampas. Por una parte, está el emanciparse de ciertas lógicas abusivas, como el amor violento, pero paralelamente la subjetividad contemporánea promueve el capitalismo del «yo», que nos lleva a defendernos de la fragilidad, nos atrapa en una fantasía maníaca y fálica de querer controlarlo todo.
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Esto tiene directa relación con tópicos del feminismo, como el amor propio…
En el capitalismo del «yo» tenemos el concepto del amor propio para salir de las dependencias amorosas. Una cosa es estar en contra de la violencia machista en relaciones de pareja, pero otra es decir que en el amor no somos vulnerables. Si no lo somos, es difícil no transformarse en una pareja de narcisistas en paralelo. Esta lógica de enemigos que pelean por quién se enamora primero o quién no se enamora. Me parece que la aceptación personal es lo más luminoso e interesante que podría traer el feminismo, además de la reivindicación de derechos. El feminismo es un modo de conocimiento, de saber. Tenemos estructuras mentales sobre cómo aprendemos y el feminismo empuja y propone otras formas de hacerlo.
¿Qué pasa con las generaciones actuales que se enfrentan a esta “dualidad” de pertenecer sin pertenecer?, ¿qué pasa con la percepción del cuerpo?
El feminismo ha ayudado a destronar un tipo de idea de sí mismo, la idea de cómo tenían que ser las mujeres y los hombres. Hoy se permiten otras calificaciones, otras maneras de habitar el cuerpo y no desde un punto binario. Por otra parte, está el aumento de los ansiolíticos en niños y jóvenes, una droga que era de viejos. ¿Qué pasó?, ¿por qué están tan ansiosos si están tan liberados? Bueno, ahí está la paradoja: hay emancipación de estereotipos pero, por otro lado, hay un peso en la imagen. Esto de cómo customizamos nuestra imagen al punto de que tu idea de ti coincida con tu cuerpo; y de nuevo aparece esta idea del management, administrando el cuerpo como si fuera un objeto. Eso genera mucha ansiedad. Cómo me ven los demás, cómo me muestro. Podemos verlo en las redes sociales, en las que muchas veces pensamos que estamos compartiendo, pero lo que hacemos es mostrarnos, poner nuestro cuerpo a disposición de una aprobación que es un like.
En estos tiempos en los que el deseo de vivir disminuye, ¿cómo se explica la desesperación por no morir, como hemos visto con el COVID-19?
Lo que los seres humanos intentamos evitar no es la muerte, sino la muerte violenta. Por eso llegamos a esta tregua social, este pacto político ficticio negociable que nos permite morirnos de manera no violenta. En ese aspecto, la democracia ha sido el mejor invento que tenemos para disputar este espacio de acuerdos; pero de pronto se nos cruza el miedo cósmico, entendemos que hay cosas mucho más grandes que nosotros. Lo que vivimos con el virus es lo más parecido a una crisis de pánico, esa sensación de realidad como la conocemos, la construcción llamada realidad se nos derrumba, y por eso crees que te vas a morir o te vas a volver loco.
Y eso es lo que está pasando…
Claro, la idea del virus tiene eso mismo. Por una parte se nos dice que tiene una tasa de mortalidad baja, pero, por otro lado, las medidas que se toman en el mundo son algo que muchas generaciones no habíamos vivido. Se nos cae una realidad y no sabemos muy bien qué pasa. Ahí entra la importancia de fortalecer la democracia, porque lo que estamos viendo en el mundo es que los estados de excepción van a ser más recurrentes, sea por el cambio climático, por un virus o por situaciones políticas, y la democracia es justamente lo que hay que pelear con garras y dientes, porque los humanos siempre estamos en una transacción que no encuentra equilibrio: no podemos ser totalmente libres, porque terminamos esclavos de nuestras pulsaciones, pero con excesiva seguridad perdemos demasiada libertad.
¿Peligra la humanidad?
Siempre. El proyecto fálico del siglo XX nos ha demostrado eso. No olvidar que el nazismo fue apoyado como un proyecto para “mejorar la vida”, deshumanizando a otros. No se nos puede olvidar eso. Pasó el año pasado con los migrantes muertos, que son menos sujetos políticos que las mascotas. Siempre hay una posibilidad de que todo acabe. Ahí entra la importancia de este espacio común en el que nos sentamos a discutir política, pero no la seudo política de administración que tenemos hoy, sino la dignidad del acuerdo, de negociar con el adversario en favor de un bien común.
Hagamos este ejercicio: cuando pensábamos en el futuro en los noventa, imaginábamos todo plateado, con autos voladores, un futuro medio tonto, pero futuro al fin y al cabo. Pensemos ahora en el futuro que viene, ¿qué vemos? Se nos acabaron las imágenes, no sabemos cómo será y eso es gravísimo. Se difumina la línea entre la esperanza para el futuro y un nihilismo que puede ser venganza, pero, ¿luego qué?
¿Qué hacemos con la sensación de incertidumbre sobre lo que viene?
La política inestable y las pandemias vienen a demostrar el poco control que tenemos. La propuesta, más que intentar controlarlo todo –muy digno del management–, es cómo vivimos. El ecofeminismo tiene mucho que decir sobre esto: parece que vamos a tener que dejar de vivir como seres superiores que controlan todo, incluso la naturaleza, y vamos a tener que empezar a convivir con ella como un igual, adaptándonos a su fuerza. Ya sabemos que el control de todo fracasa, lo dice Susan Neiman: el desastre de Lisboa, en el siglo XVIII, mostró que el ser humano no puede controlar la naturaleza, pero insistimos. Lisboa demostró que hay tanta distancia entre el ser humano y la naturaleza, y Auschwitz nos demostró que existe tanta distancia entre el ser humano y sí mismo. Cada vez que tenemos un gran programa de control, nos sale el tiro por la culata.
¿Hasta qué punto podemos presionar esos límites?
La caída de los dioses y los mitos muestran un poco eso. Su existencia, desde la subjetividad, es un gesto de humildad en el que decimos «no todo depende de mí». Los griegos definían a los humanos como mortales, con límites, y hoy estamos en la parada de no tener límites. Ése es el proyecto del neoliberalismo, que podemos alcanzar todo, maximizar siempre, tratar de avanzar rompiendo todo límite y las personas estamos un poco en esa. Es muy angustioso y peligroso cuando se nos caen los dioses, porque, de algún modo, se nos caen los límites.
¿Cómo cambia nuestro pensamiento con la posibilidad de una nueva Constitución?
Me parece que no debemos entender lo político sólo como un producto, que en este caso es una Constitución. Estamos en una época de despolitización, porque la política, más bien management, no responde a las demandas de la ciudadanía, porque son administradores de la economía y nada más. El proceso constituyente logra esta política que fue borrada, nos hace parte del proceso. Por eso es tan importante que todo el camino sea constituyente, porque nos va a construir como chilenas y chilenos, pero como sujetos políticos, con derechos y responsabilidades. Vamos a ser parte de aquello que estamos construyendo, que es más importante que llegar y tener mágicamente un nuevo libro.