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Ignacia Allamand en “Crónicas de una güera” nos habla de lo que le enseñó su papá

Cuando era chica, encontraba que mi papá se parecía a Julio Iglesias. Había un afiche donde salía vestido de blanco caminando por la playa a pata pelada con la puesta de sol de fondo, la piel bronceada y entradas en la frente. Lo encontraba igual. Nunca le había dicho esto a él, ni a nadie.

Mi papá me enseñó a leer. O sea no, aprendí en clases, pero él me enseñó que los libros eran bacanes. Me regaló toda la saga de las Crónicas de Narnia una vez que fuimos a comprar útiles. Yo odiaba el colegio. También una vez me firmó una comunicación para mi profesora jefe autorizándome a retirar libros de lectura para enseñanza media. Yo estaba en séptimo. El jamás lo supo.

Hace años hicimos un viaje en auto por España y mi papá me hablo de (Winston) Churchill y su black dog, y conversamos sobre la tristeza y el desamor, la depresión, perder a alguien que amas mucho y volver a levantarte. Yo tenía un pololo y, cuando lo llamaba por teléfono, le daba monos. Yo exageraba la voz melosa para molestarlo más.

 

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Cuando mi papá salía a correr, llegaba mojado y yo pensaba que se había bañado en el río Mapocho o en el canal San Carlos. Años después soy yo la que parece salida de la ducha cada vez que hago ejercicio o hace mucho calor.

De mi papá, heredé las piernas de seleccionado nacional de rugby y la pera partida, el gusto por las películas de robos y palabras como porqueta, auténtico y calidad. Cuando hablamos de algo que me importa, me da pena y me tirita la pera. A él también le tirita, entonces son cuatro medias peras tiritando.

Amo de mi papá que me trata de forma horizontal, me respeta. Me aconseja, pero me deja decidir, y me apoya.
Cuando me separé, fue mi papá el que me dijo que la persona que engaña también sufre, porque hacerle daño a quien amas duele. Al principio no entendí, con el tiempo sí. También fue él quien insistió en que volver no era necesariamente retroceder, cuando tomé la decisión de dejar mi vida en Buenos Aires y regresar a Santiago.

Cuando me pongo algo lindo, mi papá de me dice que es horrendo. Cuando recomiendo una película, sin verla, él dice que es espantosa. Cuando adopté a mi perra, fue el primero en compararla con un coipo. Ahora es imposible verla lanzarse al agua y no pensar en él.

Mi papá dice que yo debería ser escritora. Esta es una forma de darle una probadita de lo que, me imagino, sienten los papás de los escritores.

El 2018 ha sido el año de las mujeres, y no me quejo. Nos hemos tomado tiempo, sobremesas, viajes en auto y filas del banco para leer, comentar, opinar y discutir sobre nosotras. La ola feminista se siente más que nunca y se siente bien. Como este domingo es el Día del Padre, no puedo dejar de admirar cómo se ha modificado esa figura paterna autoritaria y distante hacia el padre presente, sensible, y cariñoso que hoy veo en todas partes. El Día del Padre es para muchos una estrategia comercial, pero también es una oportunidad de celebrar a todos aquellos representantes del sexo masculino, padres o no, que hay en nuestras vidas. Olvidar por un segundo a los que violan, abusan y vulneran, y enfocarnos en los que cuidan, educan, aman y respetan. Podemos aprovechar de celebrar, incluso, la energía masculina que habita en nosotras.

Soy una mujer muy afortunada, estoy rodeada de hombres maravillosos. Mi padre, mi hermano, mis amigos, mis tíos y primos son lo máximo. Son pilares fundamentales de mi vida, y pocas cosas me emocionan más que verlos intentando estar a la altura de los tiempos que corren. Este fin de semana, aprovechemos de recordar lo lindo y lo bueno de nuestra relación con ellos. De abrazarlos, de quererlos, de perdonarlos si es necesario y de recordarlos si ya no están. Yo, al menos, uso todas las excusas que existen para abrazarlos y decirles cuánto los quiero. Feliz día papá, papitos y papacitos.

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