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Estadísticas sobre el consumo de marihuana, mucho humo y pocos caños

No se trata de satanizar el néctar de Baco por sobre otras drogas (esa pega se la dejamos a nuestra autoridades), seguimos creyendo que el problema central no son las sustancias en sí, sino los patrones y contextos de consumo.

El prohibicionismo, marco ideológico, moral y pseudocientífico que fundamenta las actuales políticas y leyes de drogas en Chile y en la mayoría del mundo, a parte de haber fracasado en su intento por controlar distintos fenómenos asociados a la sustancias psicoactivas, ha generado, en distintos niveles, externalidades negativas aún peores que las consecuencias directas del uso, o el mal uso para ser más precisos, de las mismas drogas.

Este enfoque se basa, hasta el día de hoy, en gran parte, en mantener a la población en la ignorancia en materia de sustancias psicoactivas a través de diversos mecanismos como lo son, la falta de rigor científico de sus estudios y conclusiones; la manipulación, tergiversación y/o ocultamiento de información; la descalificación a priori de modelos y enfoques alternativos al prohibicionismo en el ámbito legal, y al abstencionismo, en el plano sanitario; la casi inexistente participación de la ciudadanía en la generación de políticas y leyes; y, en general, la ausencia de un debate abierto y pluralista sobre las drogas y sus usos.

De los muchísimo ejemplos que se podrían dar en este sentido, existe uno en particular que encarna casi todos los vicios antes mencionados. Me refiero a la arbitraria discriminación, discursiva y práctica, entre las drogas legales y las ilegalizadas.

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Partamos por lo más elemental. El Reglamento de la ley 20.000 de drogas incluye una lista de sustancias sujetas a control, supuestamente, porque son “… drogas estupefacientes o sicotrópicas, productoras de dependencia física o síquica, capaces de provocar graves efectos tóxicos o daños considerables a la salud”, sin embargo, excluye al tabaco y el alcohol y sus principales compuestos psicoactivos: el etanol y la nicotina respectivamente. Es decir que, a juicio de nuestro expertos y contradiciendo toda la evidencia científica disponible sobre las características y potenciales daños y riesgos a la salud, ni el tabaco ni el alcohol serían drogas o no drogas dañinas al menos.

Alguien dirá que esto es obvio porque son “legales”, pero el problema es al revés, las otras sustancias son ilegales o están sujetas a controles más rigurosos, precisamente por el potencial daño a la salud que podrían provocar, siendo así, en rigor, estas dos drogas no debieran ser legales.

Otro ejemplo lo encontramos en los estudios que cada tanto hace SENDA sobre el consumo de drogas en nuestro país. En este caso podemos ver dos situaciones que son una constante. Por un lado, la información que se entrega a la opinión pública se basa en  parámetros temporales distintos para medir el consumo de las diferentes drogas. Para la marihuana, por ejemplo, se usa la “prevalencia año”, es decir, engrosan esta lista todos lo encuestados que dijeron que usaron cannabis aunque sea una sola vez durante los últimos 12 meses previos al levantamiento de datos (y aunque no lo hayan vuelto a hacer nunca más). Siendo así, el dato no dice mucho. Por el contrario, cuando las autoridades se refieren al alcohol, utilizan la variable temporal “prevalencia mes” (los que usaron alcohol aunque sea una vez, pero solo en el último mes).

Si usáramos la misma variable temporal, las cifras serían significativamente distintas. Si fuera “prevalencia mes” en ambos casos, tendríamos que los porcentajes de consumo de cannabis bajarían dramáticamente de 4,6% a 2,8% (lo que obviamente no sirve para titulares amarillistas ni para meterle miedo a la gente). Si fuera anual, tendríamos que el alcohol se dispararía a niveles insólitos: del ya preocupante 40,5% a un  57,5% (Datos: 9° Estudio sobre Consumo de Drogas de SENDA, 2010).

En segundo lugar, el análisis cualitativo y cuantitativo que se hace para cada droga, también resulta curioso, por decir lo menos. Según el mismo estudio citado, cerca de 447.000 usaron cannabis el año 2010 (según prevalencia año), mientras que en alcohol fue consumido por más de 5.500.000 de ciudadanos. Pero la diferencia no es solo cuantitativa. Mientras el uso de alcohol es definido como el “problema sanitario n°1 de Chile” por el Ministerio de Salud, por las miles de muertes, lesiones y accidentes, directas e indirectas, asociadas a su consumo; los casos de usuarios abusivos o problemáticos de cannabis son irrelevantes y las muertes asociadas a ella, inexistentes. Sin embargo, si aumenta medio punto el uso de marihuana, se genera alerta nacional, pero si se mantienen las cifras de consumo de alcohol, se celebra la “estabilización” del dato, y si aumenta, las autoridades sólo manifiestan una recata preocupación.

Otro ejemplo. Según Naciones Unidas, el potencial de riesgo de generar adicción asociado al cannabis alcanza al 9%, mientras que el alcohol llega al 15%. A pesar de esto, y de toda la evidencia sobre los eventuales daños asociados al alcohol, el Estado – ni más ni menos el Estado- nos permite e invita a consumir alcohol con moderación, con responsabilidad, lo que está muy bien, la pregunta es ¿por qué se puede hacer uso responsable del alcohol y de ninguna otra droga?

Por último – se podrían dar más ejemplos pero da para un libro-, esta paradójica discrecionalidad entre el alcohol y otras drogas, se va plasmado en el propio nombre de la entidad pública encargada del tema: el SENDA (ex CONACE), cuyas siglas significan “Servicio Nacional de Prevención y Rehabilitación del Consumo de Drogas y Alcohol” ¿No es acaso el alcohol una droga? ¿Por qué no hablar simple y claramente de “drogas”, que sería lo correcto desde el punto de vista técnico y científico?

No se trata de satanizar el néctar de Baco por sobre otras drogas (esa pega se la dejamos a nuestra autoridades), seguimos creyendo que el problema central no son las sustancias en sí, sino los patrones y contextos de consumo; y nos parece correcto discriminar entre las dragas, pero sobre bases científicas serias y sin manipular la información. De lo contrario, se expone a la población a mayores riesgos basada en discursos sesgados, sino abiertamente falsos, como lo son dar a entender que el alcohol no es una droga y que si algo es “legal”, no puede ser malo. Quizá esto esté a la base de los disparados niveles de consumo de alcohol en Chile, especialmente, entre los más jóvenes.

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