Por: Ana María Medina @lanuwe*
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“Cuándo podamos volver a salir a la calle, ¿se imaginan cómo tendré el pelo de largo?” preguntó mi hijo emocionado saltando en el sofá que hace las veces de parque en estos días, después de hacerme prometer que, ya que me he convertido en su profesora, no seré también su peluquera. Guardo las tijeras ante mi frustrada incursión en el mundo de los estilistas y me resigno a verlo saltar con el pelo por la cara. Presagio que su pelo no es el único que crecerá de más en estas semanas. #Opinión: Retrato familiar (crónicas de cuarentena)
Y es que si en algo coinciden esas cuentas zen que tratan de animarnos en redes sociales, es en que este revolcón de la tierra, o más bien encerrón, es una oportunidad para crecer. Estoy segura de que lo es, pero sospecho que la preocupación imperante y apenas obvia por supervivir al virus y por sobrevivir la recesión aún no nos deja vislumbrar que tan diferentes podemos y debemos salir de esto.
Yo no lo sé. Por ahora solo tengo claro que obligada terminé cocinando platos para los que me sentía incapaz. Que tengo más ropa en el closet de la que necesito. Que soy una pésima profesora de “Transición”. Que el trabajo en casa es más trabajo que casa. Que pude dejar de seguir en redes sociales gente que definitivamente no me aporta ni una sonrisa. Que las ganas de hacer ejercicio no han aparecido y tampoco el remordimiento por no hacerlo. Que amo estar en casa, pero me aburre pasar tanto tiempo haciendo aseo. Que hacer aseo en familia es un parche divertido y no labor de una sola persona. Que silenciar grupos de WhatsApp y no sobre informarse es clave para tener días buenos. Que cuando tengo un día bueno me siento culpable por no haber estado acongojada. Que somos tres en esta casa y la basura que producimos es una cosa abominable. Que no preocuparse por estándares de belleza ha sido liberador. Que añoramos abrazos, pero también banalidades de la vida como un perro caliente callejero. Que jamás te acostumbras a extrañar a los que amas. Que la esencia de la vida se nos estaba escapando de las manos y con ella el dolor, que tanto bien nos hace para volvernos vulnerables y solidarios.
Pequeñas revelaciones, desde la comodidad y la incertidumbre, que pronto deberán traducirse en decisiones de vida. Mientras tanto, paso mis días sobreviviendo entre la esperanza y la desesperanza. Estresándome con la velocidad de la propagación del virus tanto como con el descenso de mis ahorros en el banco y el posible colapso de nuestro sistema de salud. Riéndome con un meme y a la vez angustiándome por la familia que está lejos. Tratando de “soltar” los apegos como dice el budismo para que el corazón no duela tanto, pero sintiéndome impotente por no poder hacer más por los que amo y por los que no conozco. Y en definitiva, dejando para después el lujo de pensar en el futuro porque cocinar, limpiar, trabajar, darle clases a mi hijo, ver las noticias y otras cosas apremiantes del momento lo acaparan todo sin dejar espacio siquiera para llorar.
«Pequeñas revelaciones, desde la comodidad y la incertidumbre, que pronto deberán traducirse en decisiones de vida. Mientras tanto, paso mis días sobreviviendo entre la esperanza y la desesperanza»
¿Qué pasará después? No lo sé. Supongo que seremos una generación que podrá hablar del miedo sin tener que pensar en algún referente del cine o evocar a los bisabuelos. Hablaremos de fortaleza, aunque hoy, por momentos, nos sintamos incapaces de tenerla. Podremos soñar con un mundo diferente, aunque a veces nos ataque la paranoia y creamos que no llegaremos a verlo. Y con certeza, creceremos, como el pelo de mi hijo, a ver si de alguna forma cambiamos.
Y ese es mi mayor temor, el que subyace debajo de los otros miedos urgentes: no aprender nada, que logremos superar esta situación y al estar de nuevo fuera de peligro, lo olvidemos todo.
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Así que convencí a mi pequeño peludo de quedarse quieto para un retrato familiar. En unos meses, su pelo largo será la prueba de qué han pasado cosas y de que la normalidad que anhelamos hoy no es la que repetiremos mañana. Ojalá podamos ver ese retrato, recordar lo que éramos, compárarlo con lo que somos, decidir lo que seremos y atrevernos a cambiar, no solo el look de mi hijo, sino la vida misma.
*Las opiniones de la columnista no corresponden a las de este portal