Mi tía Cristina murió de amor. Así tal cual. Su historia fue menos trágica que su final. Yo la conocí cuando aún vivía pegada como liquen a los recuerdos de su pasado. Se tragaba pastillas secas para sobrevivir. El recuerdo de su marido inglés no la dejaba tranquila. Al nivel que sólo usaba los trajes que habían pertenecido a aquella época-en que había estado con él- para no borrarlo. Se vestía con ropa de los setentas en los noventas. Pantalones patas de elefantes verdes y camisas floreadas. Y así salía a la calle. Con su metro noventa y tres de estatura y su look perteneciente al pasado. Mi mamá solía invitarla a almorzar.
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Y mientras almorzaba sólo hablaba de las cosas que había vivido en Europa. Él era definitivamente el origen de su nostalgia. Tom. La tía Cristina idealizaba a Tom. Idealizaba su pelo castaño, su pipa, sus piernas muy pero muy largas y sus caminatas por Londres. Vivieron juntos allí. La tía Cristina estrujaba su memoria y lograba acordarse de todo. De cada cuadro de la experiencia vivida. La memoria es extensa, da para todo. A veces incluso sorprende.
Y esa mujer sorprendía. Tenía la exactitud de un reloj para acordarse de todo. Se acordaba del color exacto de las hojas que movía el viento cuando caminaba por el borde del Támesis. Se acordaba de la fecha exacta en que Picadilly Circus se había transformado en un caos, a causa de una lluvia torrencial que los azotó una mañana. Estar en Picadilly Circus era como estar en el mundo, decía. Se podían escuchar infinidad de voces. Lenguas distintas que hablaban de culturas distintas. Palabras que le llegaban como ráfagas de viento al oído. La tía Cristina hablaba de cómo Tom le tomaba la mano. La mano suave y blanca del europeo. Su pelo delgadísimo y rubiecísimo peinado hacia el lado. El hombre con pipa y con aire de intelectual.
El día en que finalmente todo ocurrió, el sol ardía muy fuerte. La tía Cristina vestía sus clásicos pantalones setenteros y su chaleco gris. Los lentes color nácar le nublaban la vista. Las voces seguían retumbándole en la cabeza.
La tía Cristina hablaba del inglés como si aún estuviese presente. Como si lo hubiese visto aquella misma mañana. Cada objeto de la mesa le recordaba a él. La llevaba a Londres. Si comía hamburguesa retornaba allí, si comía guiso retornaba allí. Todo la obligaba a pensar en él. La boquilla color nácar de su cigarrillo, los marcos azules setenteros de sus anteojos, su pañuelo verde, los cuadros de paisajes impresionistas, y todos los impermeables que se había comprado en Londres para la lluvia. Todo. La tía Cristina sencillamente no podía olvidarlo. Con la boca siempre llena de comida no cesaba de repetir una y otra vez siempre las mismas historias. Se embuchaba una cucharada tras otra. Y nunca cerraba la boca. Mostraba permanentemente todo su interior como una ballena. Yo la veía porque mi madre la sentaba justo al frente de mí.
Me tiraba escupos. Proyectiles que llegaban directo a mi plato. La tía Cristina no escatimaba en escupos. Tampoco en lanzarme pedazos de comida que también llegaban directo a mi plato. Mi plato se hacía casi incomible. Recuerdo que tenía ocho años y no podía comprender cómo se podía concentrar tanta locura en una misma persona. La tía Cristina sólo seguía engullendo. Engullía y hablaba siempre completamente fuera de sí. Era yo la que más la sufría. Sus proyectiles llegaban directo a mi plato. Sus historias también. Cassandra esto y aquello. Cassandra tú ni te imaginas cómo eran las cosas en Londres. Cassandra tú ni te imaginas lo bien que comíamos con Tom en Londres. Cassandra si tú lo hubieses conocido, también te hubieses enamorado de él, definitivamente Cassandra. Era realmente insólita la facilidad con que aquella mujer bloqueaba todos los agujeros de su propia historia.
Bloqueaba todo lo malo. En especial ese día. En especial el día en que Tom le dijo que debía devolverse a Chile. La mañana en que le entregó su pasaje de vuelta en clase turista. Le hizo sus maletas porque ya no soportó más su locura. La tía Cristina escuchaba voces en Londres. Hablaba sola en los pasillos, y también en los taxis y también cuando caminaba al borde del Támesis. La esquizofrenia la estaba matando.
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Ahogó al marido. Y el marido la mandó de vuelta a Chile. Fin de la historia. El gringuito se lavó las manos y la tía Cristina terminó enloqueciendo aún más de amor. Comenzó a vivir la peor parte de su propia historia. Quizás hubiese sido mejor no conocerlo, que perderlo de esa manera. Comenzó a vivir la parte del whisky rancio y las pastillas. Yo la conocí en esa parte. En la parte en que cada día se fue volviendo más y más loca. Hacía cualquier cosa. Un día simplemente se metió en una panadería, y le dijo a la gente que había visto dos ovnis aterrizar en Santiago. Luego intentó atravesar una mampara de vidrio y la rompió con su cuerpo. Las voces habían vuelto a la cabeza de la tía Cristina. Las voces no la dejaban en paz. Las pastillas ni siquiera controlaban las voces. Eran dos que le hablaban casi al unísono. Una mujer y un hombre. El hombre era el bueno y la mujer, la mala. El hombre le decía que se quedara en la tierra. Y la mujer le decía que tenía que partir porque ya no valía la pena quedarse. La mujer ganó la partida.
El día en que finalmente todo ocurrió, el sol ardía muy fuerte. La tía Cristina vestía sus clásicos pantalones setenteros y su chaleco gris. Los lentes color nácar le nublaban la vista. Las voces seguían retumbándole en la cabeza. Llegó caminando hasta el metro. Los trenes se movían muy rápido. Nunca logró entender el sistema del subte en Santiago. Solía confundirla bastante. Llegó hasta el borde de donde estaban los rieles. Sintió el vértigo y la velocidad. Escuchó las voces. Vio pasar su vida frente a sus ojos. Sólo un par de segundos. Tom. Tom. Tom. Y ya. Partió. Se tiró de espaldas. Ocurrió un milagro. El tren paró y no logró arrollarla. La tía Cristina fracasó en su intentó. Sólo terminó muriendo meses después con un único coctel certero y fatal. Las pastillas secas, fue lo único capaz de matarla.