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Me caracterizo por ser una persona que le tiene bastante miedo a la violencia y mucho respeto a las armas, principalmente a las de fuego. Cada vez que en televisión muestran imágenes de este tipo, me siento inquieta, casi como si fuera algo personal.
A raíz de la muerte de cantautor argentino Facundo Cabral en manos de sicarios en Guatemala, pensaba en cómo ha cambiado el mundo en que vivimos. Siempre ha existido violencia, como una forma de defender lo que alguien cree que le pertenece –ya sea territorio, dinero, poder, etc-, o por motivos religiosos o ideológicos, pero ésta ha tomado formas insospechadas, producto de la facilidad con que cualquiera puede comprar armas.
Desde la Revolución Cubana en 1959, en América Latina se han formado una serie de grupos paramilitares, destinados a buscar por la vía de las armas respuesta a sus peticiones. Estas facciones, que comenzaron como una forma de acabar con instituciones consideradas “burguesas”, se fueron convirtiendo en grupos terroristas, que encontraron en los secuestros y el narcotráfico la forma más fácil y efectiva de financiar su macabro actuar.
Durante los años noventa grupos como Sendero Luminoso en Perú y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) sembraron el terror, mediante secuestros y asesinatos a víctimas que, muchas veces, eran totalmente inocentes. Gracias a la intervención de los gobiernos de ambos países, se ha logrado un cierto control, pero no han desaparecido totalmente.
Uno de los gérmenes de la violencia en Latinoamérica es el narcotráfico. Hoy en día, el principal flagelo de nuestro continente es la violencia ligada a la producción y distribución de drogas. México es uno de los principales exponentes de esta escalada de violencia. En zonas como Ciudad Juarez, Sinaloa y Tijuana, sus habitantes no se sorprenden al encontrar cadáveres en las esquinas. Desde 2006, el gobierno mexicano busca acabar con el espiral de violencia y secuestros que enlutan las páginas de los diarios de la región, sin éxito.
Es importante tener en cuenta que la mayoría de los integrantes de estas bandas pertenecen a sectores pobres y, muchas veces, sin acceso a educación. En México, es común escuchar niños de seis o siete años que “cuando grandes” quieren ser policías o narcotraficantes, ya que es la única realidad que conocen; y sus juegos parecen limitarse al “Paco y ladrón”.
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Si bien en Chile la situación del narcotráfico no llega a los niveles críticos de México o de Colombia en los noventa, esta actividad ilícita ha tenido un notable aumento en los últimos años. Afortunadamente para nosotros, la realidad de los narcos chilenos no es tan fuerte como en otros países de la región. Sin embargo, las autoridades deben mantenerse alerta, sin subestimar el poder de las bandas locales.
Es por esto que es fundamental la existencia de políticas públicas (sobre todo en educación) que vayan en apoyo de los afectados, principalmente de los niños, para que así las nuevas generaciones latinoamericanas tengan esperanza, y vean que pueden tener un futuro lejos de la droga y la violencia, trabajando honradamente y viviendo una vida tranquila.