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Recuerdos del festival de Olmué

De pronto la tradición del viaje se esfumó, al igual que la imagen de Juan La Rivera.

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Tenía ocho años la primera vez que fui al Festival del Huaso de Olmué. No porque tuviera muchas ganas de ir a escuchar cuecas -pues en ese tiempo me entretenía bailando las coreografías de las Spice Girls y de los Backstreet Boys-, sino porque provengo de una familia costumbrista que ama el folclore nacional y que, como todas, no considera la opinión de los niños en esos casos.

La travesía comenzaba siempre igual: mi madre nos llevaba a mí y a mis hermanas a la casa de mis tíos junto con una cantidad considerable de cosas para comer en el camino, que, por cierto, incluía los infaltables huevos duros y los sándwiches jamón-queso. Al llegar, inmediatamente subíamos al auto. Primero los cuatro adultos y luego los cinco niños. Nos acomodábamos de tal manera que, sin entender lógica alguna, entrábamos nueve personas en un Peugeot 505 sin ningún problema. Aunque siempre mi primo reclamaba que estaba apretado mientras estiraba sus brazos y piernas, golpeando de paso al desafortunado que se sentaba al lado.

El trayecto era largo y aburrido, y como todo niño, preguntaba cada diez minutos ¿cuánto falta? Sólo para sentir la sensación de que faltaba menos que la última vez que realicé mis interrogaciones. No había mucho en qué entretenerse tampoco, pues las pilas del personal stereo no duraban todo el viaje, y no había espacio suficiente, ni siquiera para jugar al cachipún. Algunas veces, contábamos la cantidad de autos blancos que veíamos pasar, y otras, los cuerpos sin vida de los animalitos en la ruta, aunque siempre recibíamos regaños por tan cruel juego.

Después de elongar por un buen rato, ya que todos teníamos las piernas dormidas por el viaje, comíamos y nos preparábamos para entrar al Patagual. Siempre muy abrigados porque el frío en la galería no se aguanta. Además, como llegábamos tarde siempre, nos tocaba sentarnos bien arriba, pues eran los únicos espacios disponibles. Pero eso no era del todo malo, porque nos encantaba ver pasar a los murciélagos a tan sólo un metro de nosotros. Aún así, el resto era total diversión, las cuecas me empezaron a gustar cada vez más, y el ambiente que se vivía era genial. Una fiesta bien chilena, con harto olor a campo y lleno de blanco, azul y rojo… El escenario no podía retratar de mejor manera aquellas casas de adobe que uno ve al pasar por la carretera cuando sale de la ciudad. Los asientos de madera y el piso de tierra también hacían recordar la temática de este festival, en el que todos sacaban a relucir las chupallas y a mover los pañuelos con total orgullo.

De pronto la tradición del viaje se esfumó, al igual que la imagen de Juan La Rivera. Incluso he llegado a elaborar la teoría de que su partida fue la causante de nuestras reiteradas inasistencias. Recuerdo que un año apareció Sergio Lagos en un escenario ultra moderno, que sustituía las casitas de adobe por una escenografía estilo fiesta electrónica, que nada tenía que ver con un festival folclórico. Ahora lo veo desde la comodidad del hogar, sin el nostálgico estrés de hace años, pero siempre con hartas sorpresas, como el “Puma” Rodríguez.

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