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Frente al guardarropa o la construcción del yo

Vestirse es construir la propia identidad: la ropa es un manifiesto y puede convertirse en un juego de ficción.

1. El canon

Vestirse. Declararse. Valerse de la ropa como quien toma el megáfono. Poner la identidad en juego y adueñarse de un microcosmos capaz de sostener la filosofía en turno. Robarle realidad al mundo para inventarse una ficción a la medida. Y así, como algunos prescinden de los talleres literarios, desafiar el canon.

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Con conocimientos de estilística o sin ellos, construir el aspecto individual siguiendo una trayectoria semejante al vuelo… como el resto de las artes. Pasar encima de los lineamientos del diseño, porque la decisión última está en manos de quien, frente al espejo, confecciona su universo personal a escala. Mientras el diseñador teoriza, la propuesta estética nace de la propia inventiva.

2. El impulso creador

Un concepto, un personaje, una historia susceptible de cambiar durante el acto de escritura, un desenlace definitivo (gustarse, independientemente de la aprobación del público lector). Escribirse, vestirse para burlar la nada y el vacío.

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Deleitarse con la desnudez que muestra el espejo, con la posibilidad de proyectar, de abreviar la cintura, alargar las piernas, levantar los senos y magnificar la caída del pelo. Igual que un escritor de envidiable competencia intertextual, poseer un amplio guardarropa y arreglárselas con esa cantidad abrumadora de recursos.

Elegir una trama sencilla pero capaz de seducir a quienes habrán de observar, lectores en potencia. No empezar por el principio: convertir los tacones en primer capítulo, encontrar el clímax al combinar la ropa interior y hacer del vestido breve un epílogo.

3. La revisión

Emprender una búsqueda entre los accesorios, no dar con la intención exacta del maquillaje, privarse de él, cambiar de opinión. Reescribirse una y otra vez, rebelarse contra el pánico de la publicación inminente.

4. La recepción de la obra

Tomar la calle, apretar el paso, caminar sin rumbo. No pensar en nada porque, llegado este punto, nada es para tanto. Andar hasta tropezar con alguien, que podría ser cualquiera, pero cuyas dotes interpretativas se tienen más que claras.

Entablar una ruptura de hielo, una conversación vacía y rica en anglicismos, un diálogo en que las palabras cedan ante las impresiones (generalmente equivocadas) desatadas al momento: la ropa, los ojos, las manos, el tono de la voz. Valerse del lenguaje corporal para establecer un contrato de lectura.

Deambular con el lector por la ciudad hacia ningún sitio en un afán meramente esteticista, como el del artífice que no busca imprimir profundidad sino placer sensible, ignorante de las consecuencias de su intento.

Hablar de cine, de música o de cualquier asunto lejano a la creación inaugurada, porque la obra miente y transfigura la naturaleza de su autor. Ocultarse tras el halo protector de la moda, ostentar la fisonomía concebida desde el atuendo.

5. La crítica

Haber jugado a la creación, haberse reinventado a voluntad, para luego ser destruida un poco por las manos ajenas que otorgan un sentido imprevisto a cada milímetro de tela, antes de probar la piel.

Ser despojada del vestido y los demás componentes estructurales. Gozar, sin embargo, la exhibición de la verdadera identidad. Presenciar la disminución del genio creador. Asumirse al descubierto: saberse encontrada.

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