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Cómo recuperé las ganas de vivir

Toqué fondo, digamos, y me hastié de mí misma, no me aguantaba y no encontraba sentido. ¿Cómo estoy saliendo de este bache? Te lo digo.

Estaba perdida, como nunca en mi vida. Siempre he sido un poco melancólica, pero llegué a un nivel jamás visto en mí, ese de quedarme un fin de semana entero en cama, llorando, sin hambre ni ganas de hacer nada más que dormir.

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Me preocupé cuando todo el llanto de dos días se transformó en un dolor terrible de cabeza. En ese momento conocí la verdadera depresión, creo que la única que he tenido en mi vida. Otros síntomas fueron el bloqueo mental, no poder escribir a falta de ideas, nada de apetito sexual, sin ganas de ver a la gente que quiero, falta de concentración en el trabajo y apatía en general.

Llegué a mi propio límite, me aislé del mundo pues no quería hartar a la gente que amo con mi tristeza infinita. En la oficina tampoco pude fingir, dejé de reírme y prefería comer sola, y no saludaba a nadie porque un simple “hola” podía provocarme un ataque terrible de llanto.

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Toqué fondo, digamos, y me hastié de mí misma, no me aguantaba y no encontraba sentido. ¿Cómo estoy saliendo de este bache? Te lo digo:

  1. Me sinceré con la gente. Pensé: siempre he procurado estar con mis amigos cuando me han necesitado, ¿por qué no pensar que ellos también lo estarán para mí? Acepté cómo me sentía con mi mamá, con tres de mis amigos más queridos, y cada que me entraba un ataque de llanto les escribía o si estaban cerca les pedía su apoyo.
  2. Busqué ayuda. No sabía con qué psicólogo ir, así que literalmente googleé “depresión terapia”, revisé los resultados y encontré una clínica profesional. Les envié un correo pidiendo informes y ellos fueron muy formales; me respondieron de inmediato con toda la información. Hice cita. En eso sigo. Lección: no tienes por qué pasar por esto sola.
  3. Rompí con la rutina. Mi mente y mi cuerpo sólo querían quedarse bajo las sábanas, pero mi conciencia sabía que necesitaba romper con esa manía, así que me levanté y salí a comer con un amigo a un lugar diferente y bonito (no tiene por qué ser caro), fuimos a librerías, compré un libro nuevo, caminamos al aire libre un rato y después tomamos un café en un lugar diferente.
  4. Cambié mis culpas por responsabilidades. Me di cuenta de que gran parte de mi tristeza se debía a que durante muchos años me he defraudado al no cumplir con ciertas metas como bajar de peso o ahorrar. En lugar de castigarme con pensamientos negativos, hice un plan de acción: fui con un nutriólogo y guardé las tarjetas de crédito en mi casa, con llave.
  5. Me moví. La natación me ha ayudado a dejar de pensar para concentrarme solamente en mi respiración. También empecé a correr. Más allá de enfocarme en la fuerza, lo hice en la constancia: por lo menos hacer ejercicio tres veces a la semana. La satisfacción al finalizar es innegable.
  6. Dejé de evadirme en lo superficial. Suspendí el contacto con mis “amigos con beneficios”, me alejé de la comida chatarra, del alcohol y del cigarro, y en cambio comencé a dedicar mi energía a leer, llegar puntual en el trabajo, hablar más con la gente que quiero y arreglarme bonita a diario.
  7. Me aferré a un mantra. “Voy a estar bien”. Asumí mi tristeza y negocié conmigo: “Ok, las cosas no han salido como yo esperaba, pero hay cosas que puedo cambiar que dependen de mí y si soy persistente, voy a lograr estar bien porque es lo que quiero y lo que merezco”.
  8. Me olvidé de la ociosidad. Al no hacer nada me sumergía en ideas destructivas que alimentaban mi tristeza, por lo que comencé a aplicar la “terapia ocupacional”: recoger mi recámara, limpiar mis playlists y mi correo electrónico, arreglarme las uñas, cocinar… todo aquello que alimentara mi mente de cosas positivas.

Les confieso que sigo en el proceso. Hay días que no me siento con energía alguna y prefería dormir, pero por fortuna cada vez son menos, porque estoy trabajando en caerme mejor, en ser mi mejor amiga, y en saber que si bien no faltarán los momentos difíciles, todo, tarde o temprano, va a pasar.

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