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La Despedida

Cassandra se despide de Belelú, pero nos deja un mensaje de esperanza.

Esta es la última vez que escribo este diario. Ya la mano la tengo cansada. Ya la cabeza la tengo cansada. Ya me harté de contar tantas tragedias. Creo que uno simplemente no puede pasarse toda la vida contando tragedias. La vida no puede ser tan amarga. Este diario fue como una especie de yeta. Como una especie de agujero de la mala suerte. De hoyo. De hecho mientras lo escribí me desencanté de todos. Me desencanté del mundo. Vi una vez más un cortejo de hormigas y quedé mareada. Otro día me fui a Buenos Aires y quedé emborrachada con tantas luces. Con tanta ciudad. Con la ciudad de la furia. Estuve allí caminando por la calle La Valle y sintiéndome libre. Pocas veces en mi vida me había sentido tan libre. La ciudad de la furia despierta a ese animal que uno lleva dentro. El animal de la insensatez.

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Pero ya no quiero seguir hablando por más tiempo de lo mismo. Prefiero seguir hablando de mi despedida. Les reitero que esta es la última vez que escribo este diario. Ahora que lo pienso bien, ni siquiera sé en qué momento tomé la decisión de comenzar a escribirlo, qué me motivó a comenzar a escribirlo. Supongo que fue porque de alguna manera estaba triste. Cuando uno está triste necesita hacer algo. Algunas personas meten los dedos en el enchufe, otras se hunden, otras transitan por la calle con una botella, otras tienen mil orgasmos para olvidarse. Y otras como yo simplemente necesitan sacar afuera. Cambiar. Acaso es tan difícil entenderlo. Yo necesitaba escribir. Necesitaba sacar afuera lo que me estaba pasando. Esa incomodidad que sentía en mi vida. Me sentía incómoda en la incertidumbre. No sabía qué iba a hacer. Tenía veintitrés años y estaba sola. Yo Cassandra, la chica de las rodillas chuecas, eternamente confundida, perturbada, simplemente neófita en el campo de su destino.

O a lo mejor no era que fuera neófita, sino que simplemente no tenía destino, ¿O si lo tenía? No lo sé. A veces uno lo tiene y es incapaz de verlo.

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Pero lo único claro aquí es que escribir tampoco te hace verlo, tampoco te clarifica nada. No sirve.
Cuando uno escribe lo único que hace es arrancarse los demonios- que se llevan dentro- para ponerlos en el papel. Pero los demonios no se disipan. No desaparecen nunca. Siguen. Persisten. Uno sigue acarreando con ellos. Uno sigue acarreando con su propia alma. Con su pasado. Por ejemplo el recuerdo de mi primera casa aún me persigue. Era un departamento de dos por dos en Independencia. El 48595. Aún tengo grabado el sitio exacto donde mi mamá puso nuestra primera mesita de centro. Justo al medio del living. Al lado de un ficus gigante que prometía que sería eterno. Pasaron muchas cosas sobre esa mesita. Comimos, saltamos, y peleamos. También la rompimos y mil veces la reparamos. Esa mesita como caldo de cultivo de la nostalgia. De la siutiquería. Como sostén de las colecciones insólitas de porcelana china de mi mamá. De elefantitos, muñequitas, conchitas y chanchitos. Ese departamento fue el departamento de las Navidades y los cumpleaños, de las alegrías y la desesperación. No siempre éramos felices, no siempre la casa estaba bonita, pero siempre estaba llena de crujidos que eran nuestros. Odiábamos y amábamos esas paredes. Eso porque eran una extensión más de nosotros mismos. Testigos fieles de nuestra oscuridad y nuestros colores santos.

La época en que estuvimos ahí, fue definitivamente la época en que fuimos más felices. Aún me veo escapándome de la tina mojada, dejando mis diminutas huellas marcadas en los pasillos, como uno más de mis arranques por llamar la atención. Estirando mis bracitos diminutos para que nadie fuese a pensar que yo no existía, que no iba a ser capaz de hacerle la lucha a este mundo. Aún me veo desfilando con los collares siúticos de mi mamá, en un empeño por ser como ella. El desfile eterno hasta que finalmente nos cambiamos de casa. A una casa más grande y oscura que se estaba descascarando entera. La casa como proyecto de triunfalismo. Falso obvio. La casa como la metáfora más lúcida de nosotros mismos. La televisión todo el día, encendida. El jugo sintético en polvo, sobre la mesa. La tele como una visita, la tele como un pasajero, la tele como un miembro más de nuestra familia. Siempre ahí. La excusa perfecta para no hablar. Para no indagar en esas pequeñas fisuras y heridas que nos estaban destrozando enteros. Si hubiésemos sido psicópatas, fácilmente nos hubiésemos cortado en pedacitos. No teníamos razones para no matarnos. En las familias siempre hay razones para matarse.

Y la perra también estaba ahí. La perla. Omnipotente. La recogida negra. Negra como un carboncillo. Siempre haciendo sus necesidades en todas partes. Perturbando. Ladrando. Haciendo de todo para llamar la atención. Y yo ahí, nuevamente Cassandra, la niña de las rodillas chuecas, de los desaciertos. La niña de la eterna búsqueda que hoy simplemente se decide a darle un final definitivo a este diario.

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