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La huida de mi casa [Parte I]

Estamos muy cerca de que la vida de nuestra protagonista de un vuelco radical. Cassandra tendrá que tomar una decisión que transformará su destino.

Después de todo lo que he vivido. Después de todo lo que he pasado, hoy debo confesarle a este diario que finalmente me he decidido por tomar una resolución radical. Lo suficientemente radical como vomitar en un balde o hacer pipí en una pileta llena de niños. Lo suficientemente radical como para cambiar toda mi vida. Dicen por ahí que la gente inteligente siempre piensa en cambiar toda su vida. Siempre lo hacen, después de haber vivido una crisis. Y como yo ya he vivido una cantidad razonable de crisis, pienso que también me merezco cambiar toda mi vida.

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Sencillamente me lo merezco. De hecho el otro día no más me desperté y sufrí una excitación diferente. Un sobresalto como de arácnido. Increíblemente abrí un ojo, y descubrí que mi Negro Vicente tenía clavados sus ojillos en mí. Había estado por largo rato mirándome. Mi guacho negruzco, con sus ojos vidriosos, me estaba dictando su primera revelación. Me estaba diciendo-a través de su lenguaje perruno- que mi vida se estaba poniendo inclusive peor que la de él. Y eso que ya la de él era bastante difícil.

Porque mi Negro convive con la mala fortuna. Porque mi Negro es oscuro como la noche, porque mi Negro come del suelo y entiende más un silbato que una palabra, y por si eso fuera poco, mi Negro está destinado a un futuro feroz. Al destino de su difícil condición perruna. Al destino de una cama de mimbre de colores pasteles y un plato de plástico relleno de pelets. Ese es su único destino posible. Ser una mente iluminada atrapada en el cuerpo de un can. Y quizás por lo mismo que es capaz de decirme lo que tengo qué hacer. Que es capaz de decirme que tengo que empezar a salir del letargo.

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Me dijo que yo jamás llegaría hasta allí con mi botín. Con mi miserable billete de “luca”. Mi luca era mi única mesada y ella sabía perfectamente que yo no tenía más ahorros que ese. Y con eso jamás llegaría hasta el Sur.

Que tengo que irme de este lugar. Definitivamente irme de este lugar. Huir de la mirada siniestra de doña Iris. De su tienda de maquillajes, y de sus clientes que rayan en lo monstruoso. Huir también de mi madre. De lo fea que puede llegar a ponerse la cosa. De lo extremadamente corrosiva que puede llegar a ponerse mi madre. Mi madre está cada día más parecida a un pulpo de infinitos tentáculos. Sólo quiere agarrarme y decirme lo que tengo qué hacer. Cuando yo sencillamente aborrezco que alguien me diga lo que tengo qué hacer. Cada día con mayor ferocidad. La veo tranquila en su acuario y sólo quiero ahogarla. Ahí suele comer pan tostado con mantequilla y algas sintéticas. También té de hierbas con sacarinas.

Yo sólo tengo que dejarla que se pudra para que no me moleste. Yo sólo tengo que irme. Yo sólo tengo que llegar a una ciudad diferente. A una ciudad donde reine la furia. A Buenos Aires. A Buenos Aires que en la tele dicen que es una ciudad visceral. Donde la gente baila tango y sonríe. Yo sólo debo aterrizar allí y dejarme caer. Tal como lo hacía Cerati. Cerati que ahora está viviendo conectado a los tubos. Como un pulpo gigante lleno de tubos. Como un pulpo gigante que está punto de encontrarse sin vida. Yo sólo quiero vivir en la misma ciudad donde vivía Cerati. Esa ciudad donde reinan las esquinas gigantes, y se rajan todos los sueños.

Yo siempre he querido vivir en aquella ciudad. Mirar Buenos Aires con los mismos ojos azules con que la miraba Cerati. Pienso en eso y por fin comienzo a creer en la vida. En que las cosas podrían llegar a ser diferentes. En que las cosas podrían llegar a teñirse del color de una flor. Yo Cassandra en Buenos Aires. Yo Cassandra comiendo medialunas con café negro. Yo Cassandra subiéndome por primera vez a un avión. Yo Cassandra cambiando por primera vez de cemento. Yo Cassandra vendiendo helados en una heladería de Santa Fe. Tal como lo hizo mi amor platónico de la calle. Tal como lo hizo el hombre estatua antes de que yo lo conociera al frente de mi trabajo.

Antes de haberse convertido en un ídolo pop tan potente como Michael Jackson. Antes de todo eso, vendió helados en Santa Fe. Y es por lo mismo que ahora me lo recomienda tanto. Porque sabe, que de alguna manera, la glucosa de los helados, podría ponerme contenta. O si no, yo jamás hubiese tenido esta idea. Estaría pensando en cualquier otro sitio de Chile para largarme. Al mismo lugar por ejemplo, que imaginé cuando niña. Cuando niña me imaginé que tomaba un tren hasta el sur. Me imaginé que el tren me dejaba en Valdivia. En una estación pequeña pero segura.

Recuerdo que al igual que ahora, yo sólo quería huir de mi casa. Me imaginaba yo, alejándome por siempre de los tentáculos de mi mamá. Por aquel entonces mi mamá también tenía tentáculos. Sólo que eran mucho más chicos que ahora. Sus tentáculos le fueron creciendo al igual que sus dientes. Los usaba como brazos, y también gozaba agarrándolo todo desde su acuario. Yo la veía y sólo podía pensar en que era siniestra. Lo pensaba tanto que un día simplemente me armé de valor, y decidí dejarla.

Recuerdo que planeé toda mi fuga en un día de sol. Los rayos irrumpieron violentamente en mi pieza, cuando yo comencé a armar mi maleta. El sol suele conducirme a resoluciones profundas. Mi maleta era rosada. Allí solo cabían las cosas más importantes de todo lo que había en mi pieza. Las cosas más importantes que podría haber guardado una niña. Es decir los calzones de estrellitas, la muñeca Frutillita para dormir, y el chaleco de arcoíris para andar bien vestida. Recuerdo que esas eran las únicas cosas que realmente quería que estuviesen presentes. Nada más me importaba. También recuerdo que ese día sólo quería llegar hasta el campo de la tía Pepa. La tía Pepa vivía a sólo un par de kilómetros de Valdivia, y era todo lo que podía esperarse de una mujer de campo. Tenía la barriga más grande que un hombre, y unos pelos gruesos y duros en la barbilla.

Yo quería vivir a su lado. Yo quería dormirme con su olor a leche de campo. Yo quería dormirme con su olor, y olvidarme de todos los tentáculos que le estaban saliendo a mi madre. Y por lo mismo que planifiqué mi huida. La planifiqué sin imaginarme nunca lo que ocurriría después. Como dije antes, ese día en que todo ocurrió era de sol. Hacia un sol que enceguecía la vista. Un sol tan fuerte que incluso ya antes de salir de mi casa, tenía la frente mojada. Me veía como una vela a punto de derretirse.

Pocas veces en la vida uno se ve como una vela a punto de derretirse. Como también pocas veces en la vida, uno se encuentra con una madre que es capaz de hacer lo que hizo la mía. Mi madre se transformó en una verdadera serpiente. Mi madre simplemente clavó sus ojos en mi maleta, y supo tirarme la peor de las estocadas. Lo recuerdo como si fuera hoy. Recuerdo todos sus gestos y su sarcasmo. Recuerdo que después de preguntarme por el destino al que iba, sólo lanzo una única frase. Me dijo que yo jamás llegaría hasta allí con mi botín. Con mi miserable billete de “luca”. Mi luca era mi única mesada y ella sabía perfectamente que yo no tenía más ahorros que ese. Y con eso jamás llegaría hasta el Sur. Y me lo dijo y rompió de un plumazo todos mis sueños. Eso, hasta el día de hoy. Hasta el día de hoy que nuevamente vislumbro la idea de una huida. A un Buenos Aires a través de los ojos de Gustavo Cerati.

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