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Expectativa v/s realidad: Salir a almorzar con los niños afuera

Constanza Díaz de “El lado B de la maternidad” nos trae una nueva columna, esta vez, sobre la aventura de salir a comer niños.

Por @diazconstanza

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Salir a almorzar con niños puede ser una experiencia aterradora. Ir a un restaurante con pre-escolares puede convertirse en una pesadilla de la cual vas a querer arrancar.

Antes de convertirme en madre era especialista en criticar a todo aquel infante que hacía berrinches en lugares públicos. Me resultaban, simplemente, insoportables.

Criticaba a los padres porque «no sabían educar apropiadamente». Criticaba a los niños porque actuaban como unos verdaderos trogloditas, corriendo, saltando, rebotando, botando comida, llorando y gritando. Me parecía insufrible.

En mi mundo imaginario juraba que cuando tuviera hijos ellos serían algo así como perfectos. No harían pataletas, se comerían toda la comida, no gritarían, no lanzarían la comida al aire como si se tratara de una jabalina y, en definitiva, no harían nada de lo que hacían los pequeños niños incivilizados que en muchas ocasiones había visto y juzgado.
Escupí al cielo. Y el escupo me cayó en pleno rostro.

Fui madre de dos niños, y hoy huyo de los restoranes. Transito por la vereda del frente para que no se les ocurra entrar a uno. Incluso ir a tomar un helado puede resultar una tremenda odisea de la cual quiero liberarme lo más rápido posible porque el helado, a veces, rueda por el suelo y la ropa; los sachet de endulzantes los abren y esparcen sobre la mesa simulando que es nieve; las servilletas las hacen challa, y los garzones nos miran con cara de «lárguense de aquí».

Siempre termino limpiando la mesa de restos de comida, recogiendo papeles y pidiendo disculpas por el desorden. Mi consuelo es que van a crecer.

Salir a comer con niños, descubrí, no es nada de fácil. Es bastante estresante, y sudas la gota gorda intentando que las papas fritas no terminen diseminadas en el suelo y aplastadas como puré. Yo, que tanto critiqué; yo, que tanto pontifiqué, hoy soy víctima de mis palabras y descubrí que nunca hay que juzgar a niños ajenos porque no sabemos cómo serán los propios. Incluso pueden ser mucho peores que los ajenos que alguna vez apuntaste con el dedo.

Me convertí en la madre que yo juzgaba. Mis hijos se convirtieron en los niños que yo reprochaba.

Tiempo atrás era yo la que lanzaba aquellas miradas enjuiciadoras a esas pobres mujeres que no podían controlar a sus retoños saltarines y revoltosos. Hiperactivos y con un evidente derroche energético. Hoy acojo y entiendo a todas esas madres. Me uní a sus filas con la cabeza gacha y arrepentida de haberlas lanzado a la hoguera sin haber estado en sus zapatos.

La realidad a veces es totalmente diferente a las expectativas. Sobre todo, si de maternidad se trata.

Hasta que no nos convertimos en madres, no tenemos la más mínima idea a lo que nos vamos a enfrentar. Por mucho que nos cuenten e imaginemos. Por mucho que leamos e indaguemos. Por mucho que imaginemos que nuestros niños serán perfectos y que jamás harán una pataleta como los niños del vecino. Otra cosa es con guitarra.

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