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Lo que mis hijos y yo aprendimos el 19 de septiembre

Un sismo que no sólo cimbró la tierra, también los corazones

El 19 de septiembre de 2017 se conmemorarían 32 años del devastador terremoto de 1985 en la Ciudad de México. Como cada año, escuelas y oficinas llevarían a cabo un simulacro a las 11 de la mañana. Mi hija de siete años, que hasta entonces no había vivido el terror de un sismo lejos de mí, tenía miedo de ir a la escuela. «No te preocupes», le dije un día antes. «No es un terremoto de verdad, sólo hacemos como que tiembla para saber qué hacer».

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A la 1:14 de la tarde de ese 19 de septiembre, mientras ella estaba en la escuela y dos horas después del simulacro, empezó el verdadero terremoto. La alerta sísmica sonó medio segundo después de la primera sacudida, por lo que muchas personas no tuvieron tiempo de poner en práctica lo que se había ensayado en el simulacro. Salí corriendo de nuestro departamento hacia el patio, donde los vecinos nos reunimos para ver el edificio mecerse violentamente. Vi a una de mis vecinas caminar trabajosamente con su bebé recién nacido en brazos, ayudada por su mamá. Algunos nos abrazamos. No todos nos conocíamos, pero estábamos juntos.

Yo pensaba en mi hija menor, en cómo le aseguré que no pasaría nada, que no habría ningún terremoto. Sentía que le había mentido. También pensaba en mis otros hijos, que estaban afortunadamente aún en la escuela en una zona en la que los temblores no se sienten tan intensos como en el centro de la Ciudad de México.

Cuando los edificios terminaron de moverse, volví adentro a buscar mi teléfono. Me urgía llamar a la escuela para saber si los niños estaban bien. Afortunadamente ya tenía un mensaje de WhatsApp de mi esposo, que en ese momento estaba trabajando en una oficina en el centro de la Ciudad, diciendo que estaba bien. ¿Mis hijos?¿Mis papás?¿Abuelos?¿Amigas?¿Mi Equipo de Naran Xadul?… ¿Qué hacer primero? ¿Cómo buscar sus números si apenas podía controlarme y dejar de temblar?

Las líneas estaban muertas. Se fue la luz. No había internet. Era imposible saber lo que había pasado en otras zonas, cómo estaban nuestros seres queridos, qué debíamos hacer. Tomé mi mochila, guardé teléfono, dinero, llaves y un muñeco de peluche de Pokémon que mi hija lleva a todas partes y salí de casa, rumbo a la escuela. El tránsito estaba detenido. Me subí a un taxi y el conductor me advirtió que no llegaríamos muy lejos, que había calles cerradas y el centro de la ciudad estaba devastado.

Pude tener contacto con algunas mamás del salón por WhatsApp y se rumoraba que se habían caído escuelas y oficinas, que había incendios y fugas de gas. Cerca de la Torre de Pemex, uno de los edificios más altos de la Ciudad de México, se volvió imposible avanzar. Me bajé desesperada y me uní a las personas que caminaban entre los autos como en las películas de Hollywood. 

De alguna forma, poco a poco todos nos pudimos empezar a reportar por WhatsApp. Caminé varios kilómetros para encontrarme con ellos. «Hice lo que me dijeron en el simulacro, mamá», me dijo ella. «Caminé rápido a la zona segura, pero algunos de mis compañeros se fueron por el otro lado. Muchos niños estaban llorando y yo también lloré porque te extrañé». Le di el muñeco de peluche que había llevado para ella, lo abrazó y se quedó dormida. Mi hijo no decía palabra, pero veía su sufrimiento silencioso en sus ojos.

El edificio de su escuela es uno de los que sobrevivieron al terremoto. Pero algunos, como el del colegio Enrique Rébsamen en Coapa, se desplomaron con niños adentro. El supermercado en el que hacía las compras hace cinco años, cuando vivía al sur de la ciudad, se derrumbó. En las colonias Roma, Condesa, Narvarte, Del Valle y Obrera, se cayeron más de 40 edificios y otros quedaron tan dañados que sus habitantes fueron desalojados. 

Muchas personas se quedaron sin casa. Muchos perdieron a las personas que amaban. Han sido días muy desatadores.

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