Me pregunto si las grandes noticias siempre vienen envueltas en caca. Hace un par de días, luego de vaciar un basurero lleno de pañales con los excrementos de mis dos hijos y preguntarme cuándo Pampers no será parte de mi toilet diaria, me senté a revisar mi e-mail. Cada día odio más abrir mi correo electrónico. De sólo leer los subject y object me siento desgastada. Limpiar pañales, limpiar spam: la verdad es que no hay mucha diferencia.
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Ambas cosas se abren, se revisan y se eliminan. Supongo que algún día AJ, mi primogénito de ya 3 años, controlará sus esfínteres (¿por qué los hombres tienen que ser tan evidentemente más atrasados que las mujeres?), Internet filtrará a tiempo el tráfico de correo, y mi vida se volverá más clean e inolora.
Volviendo a mi última limpieza de e-mails. Mientras borraba avisos de ofertas de Lan para viajar al Caribe, Viagra a mitad de precio y comentarios de Facebook, recibí la noticia de que estaba nominada entre los 14 finalistas del premio Herralde de novela (por poco el mail correspondiente no se va a la basura). Desde ese segundo –mágico, vertiginoso, raro, inesperado, alucinógeno- en que vi nombre anunciado en la lista, ya nada importó. Si quería, mi hijo mayor podía usar pañales hasta los 13 años.
Hay gente que tras recibir una buena noticia, salta, besa al de al lado, llama a sus familiares y amigos, se tira al mar. Yo me senté a temblar. Durante mi breve terremoto escala Richter 8 grados, recordé las adversas circunstancias en que escribí mi novela, Memory Motel. Hay escritores como Ray Loriga que escriben escuchando Faith No More y bebiendo cerveza.
Otros como José Donoso, que lo hacían en completo silencio, aislados en un cuarto lleno de libros, flores y tazas de té. Fuguet se encierra en un altillo en Providencia y duerme siesta en un cómodo sillón forrado en libros y dvds. Bueno, yo escribí mi segunda novela no sólo en cualquier parte, sino de cualquier manera: cambiando pañales, o si se quiere ampliar la metáfora, cuidando a mis hijos.
Memory Motel se gestó en Brooklyn, sin nana ni ayuda de ninguna especie. No exagero si digo que con una mano tipiaba y con la otra movía un cascabel. Varias veces, en sus usuales ataques de furia, verdaderas encarnaciones de Hulk, AJ golpeaba el teclado de mi computador, borrándome párrafos enteros (“deshacer edición” es un gran comando) Para poder sentarme a escribir tranquila, tenía que hacerlo en el momento de su siesta y a punta de café negro, ya que yo tampoco dormía bien de noche.
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Luego quedé embarazada de NA, mi segundo hijo, eliminé el café, y escribí hasta tener mis primeras contracciones en la sala de espera de la clínica. Con la llegada de NA, empezó una nueva etapa de menos sueño y menos horas para corregir. Sumando y restando el tiempo que me quedaba para dedicarme a mi libro eran 3 horas diarias, la mitad de ellas en estado de zombie, cuando mi rutina normal hubiera sido hacerlo de 6 a 8 horas.
Con esto quiero decir que un hijo te quita mucho, pero lo que te quita te lo devuelve. El hecho de saber que en cualquier minuto puede llegar un nuevo pañal sucio que cambiar, te hace trabajar doblemente. Y no sólo eso. Durante la escritura de Memory Motel, AJ y NA y sus cacas me entregaron una energía que soy incapaz de describir, pero supongo que en alguna parte del libro está escondida. Agradecer un premio o una nominación a un premio, a los propios hijos es un cliché, pero hoy no quiero escribir entre líneas.