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Pellejerías de una separada: Vacaciones de Verano. Por Leo Marcazzolo

Cada micro encierra algo, pienso. La cuerina del asiento arde. Ardo y transpiro. Ardo como ese verano tan extraño que, como antes dije, murió Cobain. Ese verano fui con una amiga a Tongoy. Tongoy es lindo. Me alojé en la pensión de Doña Ema…..

 

 

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No tengo ningún destino. Me está molestando mi estadía en Santiago este verano. No me gusta el calor y menos aún esas tardes quietas donde las familias juegan Canasta o se miran las caras porque no tienen nada mejor que hacer. «¿Qué podría hacer este verano?», me pregunto a mí misma mientras avanzo por la Alameda en una micro toda pegoteada y lateada, mirando la gente pasar. Automáticamente se me viene aquel verano a la cabeza. El verano en que Kurt murió. Mi ídolo. Su escopetazo. Su último tiro. Estoy con la vista fija en un insecto. Un pololo. Los pololos son negros, peludos y pegajosos. Este pololo huye. La micro para. El paradero publicita un nuevo Iphone: el Iphone 6. Un hombre de más de sesenta años toca el timbre. Toma de la mano a una adolescente. Se bajan. La adolescente lleva short, ombligo al viento y pelo rubio. Podría ser su hija. Podría ser la polola. Podría ser «Lolita». La gente los queda mirando como «Lolita». Apenas se bajan, el color ceniza del cabello de ella se transforma en un pálido reflejo frente al sol.

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Cada micro encierra algo, pienso. La cuerina del asiento arde. Ardo y transpiro. Ardo como ese verano tan extraño que, como antes dije, murió Cobain. Ese verano fui con una amiga a Tongoy. Tongoy es lindo. Me alojé en la pensión de Doña Ema.

Doña Ema se autodefinía a sí misma como una mujer «hecha de arena y sal». Más típica que «los choros con salsa verde». Nos arrendaba una pieza. Y desde ahí la mirábamos y nos reíamos. Le poníamos el ojo desde la ventana. Aún recuerdo la manera obsesiva en que miraba su palangana. Tenía una palangana blanca. Por el día cocinaba allí y por la noche la convertía en lavadero portátil o algo peor. Su bacinilla. O al menos nosotras sospechábamos que era su bacinilla. La desinfectaba con Clorinda y siempre estaba mojada como recién lavada.

Algo encerraba ella. Era blanca y arrastraba más de treinta kilos de sobrepeso. Tenía más de sesenta años. En su pensión se alojaban toda clase de tipos de lo más extraños. Cuando nos pasó lo que nos pasó, averiguamos eso; que algo encerraba ella. Fue la noche anterior a que muriera Kurt. Esa noche llegamos y nos acostamos tarde. Mi amiga decidió que debía ir al baño.

Agarró su pasta y su cepillo. El baño era común. La parte de las mujeres estaba separada de la de los hombres sólo por un delgado cholguán que permitía que se escuchase todo. Todo tipo de gemidos, desagües, cañerías o hasta el ruido que hace el wáter al llevarse el agua. Mi amiga prendió la llave y se lavó la cara. Comenzó a esparcir la pasta cuando comenzó a escuchar al tipo. Era hombre porque ninguna mujer carraspearía así, pensó. No lo vio, pero inmediatamente intuyó que ese carraspeo era el preludio de algo. Su sexto sentido. O su ojo biónico. Algo así. Se metió el cepillo y comenzó a moverlo.

 
El hombre tocó el cholguán. Dio tres golpecitos. Mi amiga pensó que no pasaba nada, que se pasaba rollos. El hombre volvió a tocar. Tres golpecitos. Cada vez más fuerte. Despertó su miedo. La congeló. Se miró al espejo. Tenía un cúmulo de pasta de dientes acumulada que la hacía pensar en una mujer con rabia. El sujeto emitió gemidos. Cada vez más raros. Cada vez más fuertes. Hasta que de pronto abrió la puerta. «Él sabía que ella sabía que él estaba allí», pensó ella, y comenzó a correr.

Llegó a la pieza aterrada como un fantasma. Aún conservaba la mandíbula blanca, los ojos absortos y el grito de pánico a punto de salírsele por la garganta. Solo se dejó caer como una piedra. A la mañana siguiente las cosas comenzaron a empeorar. Fuimos a quejarnos donde Doña Ema. Nos desayunó con la noticia. Le describimos el miedo y el desmayo. Le hablamos del pánico y los golpecitos. Nos miraba con ojos inexpresivos. Tenía algo de bovina. Una cierta resignación hacia el sacrificio. Nos dijo que no la molestásemos, y luego nos dijo la verdad: el tipo del baño no era ningún extraño, era nada más ni nada menos que su hijo.

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