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“Mujer pizza”: ¿lo que ellos quieren? Por Leo Marcazzolo

Le pregunto cómo son las “mujeres pizza”. Me contesta que “no piden nada” y que “siempre llegan en media hora y están calientes”.

 

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Comenzamos a hablar de amor con un amigo, quien de pronto me dice que le encanta su nueva mujer porque es como una pizza. Le pregunto cómo son las «mujeres pizza». Me contesta que «no piden nada» y que «siempre llegan en media hora y están calientes». Detecto cierto dogmatismo. Es severo. Vamos en dirección al Mercado y caminamos lento. Cuando la gente anda así, digamos, con el nivel de caña que nosotros andamos, siempre se anda lento, siempre se camina como iguana. Tenemos miedo de caer.

Mi amigo camina como teletransportado. Con los tendones cortos. Se considera parte de una generación que ya no existe, de una que nunca envejecía: los Peter Pan. «¿Quedará todavía alguno vivo?», le pregunto de pronto. Y me dice que todavía quedan, que es la generación de los pegados, de los varados en la nostalgia de los viejos días, en las piscolas de vaso plástico, las poleras de Pearl Jam y los cassettes que rebobinabas con lápiz Bic. Tiene cuarenta. Es como es. Asegura que la genética te «determina», y él no va a cambiar.

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Continuamos caminando y el sol golpea fuerte. Nos pasan a llevar y, como juncos porfiados, resistimos. En la Plaza de Armas son las once. Su «mujer pizza» se manifiesta. Manda un mensaje donde exige «explicaciones» porque anoche no la llamó. Una, dos, tres, cuatro llamadas. No contesta. Uno, dos, tres, cuatro mensajes. No contesta. Uno, dos, tres, cuatro WhatsApp. No contesta. Pienso «con el nivel de tecnología que existe hoy, cada día es más difícil no responder». Mi amigo se queja de que su «mujer pizza» hoy se está comportando como «polola». «¿Por qué las mujeres siempre tendrán que complicarme la vida?», me pregunta, y le aclaro que tal vez solo está sobrerreaccionando ante su despreocupación. «Al menos debiste haberle dicho buenas noches», le digo, y se pone aún peor.

Se encoge de hombros y comienza a mirarme raro, como una persona que recién reconoce a otra. Me mira como se mira a un mueble que ahora tiene un tapiz distinto. Producto de la caña, tal vez, repentinamente comienza a formularme preguntas de índole más «capcioso». La primera. «¿Oye Leo, si estuviésemos en una isla desierta después de varios meses sin sexo, lo harías conmigo?». Y agrega: «Mi única competencia sería una iguana y un chimpancé». Asiento y luego me arrepiento. «Lo haría sólo porque es un contexto demasiado extraño», le aclaro, y vuelve a ponerme esa mirada rara. Quiere que me transforme en su nueva «pizza». No es tan difícil dilucidarlo.

Seguimos caminando y comenzamos a ver diferentes tipos de personas, a escuchar diferentes tipos de conversaciones. Por ejemplo, vemos un vendedor invidente de pelucas de plástico que le propone a otro vendedor invidente, de parches curitas, que vayan a tomarse algo a un bar de San Antonio, una «cañita» al bar «Del Viudo». El segundo invidente no sabe si verdaderamente el bar existe, o si verdaderamente se llama así. También duda de que las «cañitas» sean «tan buenas» y que valgan solo 200 pesos. Y que además, por si eso fuera poco, las meseras sean taaaaaan «mansitas» y de buen carácter. El vendedor de pelucas no cesa de insistirle. «Si uno se tropieza con una, justo en la retaguardia y la toca un poquitito no más, te juro por Dios que no se enoja», dice. Y su amigo asiente. Se van caminando juntos. A mi amigo, en tanto, de inmediato se le viene a la cabeza su propia historia. Asegura que antes la «mujer pizza» no lo molestaba, que era «igualita» a esas meseras «Del Viudo», pero que ahora quiere mucho más. El reloj marca las doce y lo llama otra vez.

En el Mercado un hombre nos convence de sentarnos en las afueras de su restaurante. Arguye que tiene «vista al mar». Le pregunto a qué mar se refiere, y me responde que al «mar de gente». La corvina llega con espinas. Las papas fritas muy calientes. El hedor a pescado asciende desde el suelo. Comemos y la «mujer pizza» lo llama otra vez. Mi amigo nuevamente no responde. Se desconecta y me formula otra de sus difíciles interrogantes:
– «Oye Leo, ¿tú te meterías con un amigo, sin estar en una isla desierta, solo por diversión?».
– «¿Por qué me lo preguntas?».
– «Por saber».
– «Bueno, entonces mejor no sepas».

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