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Pellejerías de una separa: La Mentira

En la fiesta de Halloween de 1986 mentí sobre mi edad. Fue la primera vez. Tenía 13, pero le dije a un tipo que tenía 15. Él me quedó mirando un par de centímetros más abajo –de la barbilla– y me creyó……

Por Leo Marcazzolo.

Desde los once que ocupaba sostenes y las tenía bastante más grandes que mis coetáneas. Había cosas buenas, y otras no tan buenas de tenerlas más grandes que mis coetáneas. Lo malo era que los hombres (en especial los descerebrados), me tiraban los breteles despiadadamente. Y lo bueno era que podía inventarme la edad que quisiera, cuando quisiera. Al tipo que le mentí mi edad estuvo muy bien que le mintiera. Él tenía 16 y poseía algo que definitivamente lo diferenciaba del resto. Llevaba lentes casi diminutos –con marco dorado– y una polera donde se leía The Cure. Estaba disfrazado de ciego. Andaba con un bastón y tanteaba todo. Había cierta inocencia en su gesto de andar tanteando todo. Sospecho que esa era su forma desesperada de ser verosímil.

Otra de sus formas probables eran sus tatuajes. Tenía dibujadas en el antebrazo izquierdo una serpiente y un oso. La serpiente representaba lo que quería ser, y el oso lo que había sido. El oso era su «holgazanería» y su «falta de fuerza». Y la serpiente, su «viveza». Pero lo único claro era que lo que menos tenía era ser vivo. Por ejemplo, me seguía creyendo que tenía 15, pese a que todas mis amigas andaban con bigotes (de Bilz y Pap o Coca Cola) y hablaban con voz de pito. Le decían «el Pechugón» porque, además de sus tatuajes, increíblemente tenía dos montes que le emergían justo a la altura del pecho. Se notaba que ocultaba algo.

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De hecho, poco tiempo después nos juntamos una segunda vez en el Pueblito de Los Dominicos, y pude comprobarlo. Esa tarde abundaban las aves exóticas, los roedores, la gente y el calor. Llevaba lentes oscuros y venía completamente pegoteado por la transpiración. Caña era lo que tenía. Tanta que podía sentir cómo el sol le taladraba el cerebro. Tenía los ojos inyectados en sangre. Apenas lo ví decidí que definitivamente ese no era el momento para decirle la verdad. Pensé «no existe ninguna posibilidad de que se lo tome bien. Me encontrará una pendeja imbécil y me tendré que devolver a mi casa sola». Por ese entonces le temía horriblemente a devolverme a mi casa sola. Creía que me podían salir duendes que quisieran ultrajarme o robarme. Conocí el concepto de «caña» a través del Pechugón. Entendí que caña significaba que una persona quisiera hacer algo y no pudiera hacerlo. El Pechugón, por ejemplo, tenía sed, pero era incapaz de buscar un chorro de agua donde poner la boca. O quería hablar, pero «algo» le bloqueaba la conexión entre el lugar donde se generaban sus palabras y su cerebro. En resumen, yo era la única que podía hablar.

Y hablé. Hablé mucho. Tanto que entre las múltiples cosas que le dije esa tarde, caí. Le dije que me cargaba estar en Octavo Básico porque uno no era ni «chicha ni limonada». Sentí cierto calor en las mejillas cuando se lo dije. Aunque no me vi, supe de inmediato que me estaba poniendo roja por la forma en que me miraba. Su gesto fue como de escrutinio público. No me dijo nada, pero igualmente sus ojos me cortaron. Solo se rió, me invitó un helado y no volvió a llamarme. Ahí terminó la primera parte de nuestra historia. La segunda parte ocurrió varios meses después, cuando la misma niña de Tercero Medio que nos había invitado a la fiesta, me relató todo eso que me había ocultado.

La niña, como era su compañera de curso, sabía varias cosas de él. Pero lo más importante de todo era que sabía que sus tatuajes no significaban lo que él decía. Sabía que se los había hecho durante su viaje de estudios a Brasil. Y que la noche que se los había hecho habían ocurrido varias cosas extrañas. Primero, sólo había logrado salir porque había echado «algo» muy raro en la bebida de la profesora jefa. Muchos vieron cómo la vieja se desvaneció mientras él se reía, cómo se le fueron cayendo de a poco los lentes y la cabeza. El Pechugón sólo salió cuando la vio acostada. Se perdió toda la noche, y al día siguiente apareció con el tatuaje de la serpiente y el oso. La serpiente era ella y el oso era él. Eso se cree. Aunque no es seguro, porque los que lo vieron esa mañana en el hotel cuentan que nunca dijo nada explícito, que sólo estaba con los ojos inyectados en sangre, y que no paraba de llorar y de decir que la «desgraciada» lo había dejado tirado en la arena. Y que justo antes de despedirse le había quedado mirando «burlonamente», directo al pecho.

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