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Pellejerías de una separada: Paranoias de medianoche. Por Leo Marcazzolo

La mente te juega sucio. El terror comenzó a rondarme. Mi padre realmente quería decirme algo. Lo presentía. Los muebles comenzaron a hacer un chirrido insoportable.

 

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Las sábanas frías me generan miedo. Cada vez que me quedo sola comienzo a escuchar pasos o a imaginar presencias malignas o benignas que me persiguen. Sombras. La mente me juega sucio. En una oportunidad, por ejemplo, hasta creí que la sombra de una polilla representaba el espíritu «impertinente» de mi papá (papi, desde ya te pido perdón, pero tu historia está tan buena que me es imposible no contarla). Hace poco me ocurrió lo mismo. Estaba sola y el crujido de los muebles me llevó a pensar en mi papá. Era la medianoche.

La mente te juega sucio. El terror comenzó a rondarme. Mi padre realmente quería decirme algo. Lo presentía. Los muebles comenzaron a hacer un chirrido insoportable. No tenía la menor idea de lo que iba a decirme. La sospecha me rondaba. Desde hacía muchísimo tiempo, más de cinco años, que sabía que me tenía guardado un mensaje. A través de una bruja me lo dijo. La bruja me clavó sus ojos verdes y su péndulo me lo dijo. Cuando éste comenzó a moverse de izquierda a derecha de forma tan vertiginosa, la mujer me comunicó que lo que mi padre de verdad quería era pedirme «perdón». La muerte de mi padre fue tan abrupta como sorpresiva. Menos mal que no fui yo la que lo encontré. Yacía tieso y duro con sus ojos fijos apuntando hacia un cielo, al menos para él, ya inexistente. Estaba leyendo «Crimen y Castigo». Se estancó en la página 96. Me cagó. Ahora cada vez que me lea «Crimen y Castigo» me estancaré, al igual que él, en la página 96.

El viento seguía azotando las ventanas de manera violenta esa noche. No podía arrancarme esa imagen de la cabeza. La imagen de la muerte de mi padre. Mi padre cayendo tieso a dos metros de su cama. Traté de adivinar la sensación exacta que sintió segundos antes de morir. «¿Habrá augurado que se le pararía el corazón?», me pregunté.

Y justo en ese momento recordé toda mi ira contenida. A los 8 años arrojé todas mis muñecas, todas las que alguna vez me había regalado, a los rosales. Las espinas de las rosas se les clavaron como lanzas. Lo hice porque mi papá le había dicho «tonta» a mi mamá. Mi papá me dijo que el Viejito Pascuero no existía. Me dijo también que los regalos los compraba él o mi mamá. En otra oportunidad me castigó porque en vez de decirle «papito» le dije «éste». Me dejó sin tele una semana. Luego cuando veía tele me miraba con cara de odio, y me recordaba que sólo a los perros se les trataba con ese tipo de «pronombres».

Cuando lo encontraron muerto guardaba billetes falsos en los bolsillos. Nos enteramos mucho después, cuando mi hermano intentó comprarse un pantalón Wrangler, modelo recto, en una multitienda. Le rechazaron el billete. Fue su último chiste negro.

Ahora mueve cosas. Esa noche ya me tenía harta con su obsesión con los muebles. Comencé a sentir el terror de su presencia. Las sábanas frías me recordaban que estaba sola. El frío me acechaba. Mi miedo era tan grande que me impedía inclusive bajar a la cocina a llenarme mi guatero. Comencé a gritarle a mi papá. «¡Manifiéstate! ¡Sal de tu escondite!» Pero el fantasma no salía.

«Mi pieza está demasiado iluminada para un espíritu», pensé. Entonces apagué la luz y esperé. Pensé que debía crearle un ambiente de penumbra para que saliera. Tal vez así me diría lo que tenía que decirme. Me explicaría finalmente lo del billete. «¿Qué podía ser más rancio que un cadáver con un billete falso?», me pregunté. Y justo en ese momento sonó mi celular. Quedé paralizada. Encontré «raro» que un fantasma me llamase por teléfono. Pensé en eso y le corté.

El teléfono volvió a sonar…

Contesté. Preguntaban por una tal Mónica, y yo claramente no me llamaba Mónica. Me quedé con la duda del billete.

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