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Camiroaga siempre decía que era más que una «cara bonita» de la televisión. Y uno tenía que creerle. Lo decía en broma, pero en verdad no, porque cuando lo decía algo se le ensombrecía en la mirada. En el centro mismo de su rostro. A Pinilla le pasa igual. Pinilla hoy más que nunca demostró que quiere ser más que la «cara bonita» de la Roja. Que tiene el mismo garbo mesiánico de todos ellos. Se tatuó la imagen de su tiro al palo –en el último minuto del alargue contra Brasil– en plena espalda para demostrarlo. Si no tuviese el mesianismo jamás lo hubiese hecho. Hay algo bíblico en su tatuaje. Una luz enceguecedora que ilumina su cuasi gol o su remate. ¿Qué se le habrá pasado por la cabeza cuando lo hizo? Cri-cri-cri-cri.
Crazy Pinilla. Creo que a diferencia de la mayoría de los chilenos, yo nunca he sabido distinguir la diferencia «sustancial» que existe entre un triunfo moral y una derrota. Si no me lo explican no lo entiendo. Lo juro. No entiendo, por ejemplo, por qué el penal de Caszely en el Mundial de España 1982 es considerado «bochorno», mientras que el tiro al palo de Pinilla es considerado «triunfo». Ya, OK, soy media bruta y hay miles de conceptos futbolísticas que no me entran. Pero no es menos cierto tampoco que en ambos casos «terminamos en la pitilla». O sea, Chile = out. A veces creo que el mundo simplemente gira a la inversa de lo que yo creo. No entiendo tampoco por qué diablos recordamos con tanta devoción a Arturo Prat, si la Esmeralda igual quedó más hundida que submarino. ¿A alguien realmente le consta que Arturo Prat se haya tirado, y no que algún malintencionado le haya hecho una zancadilla? Sorry por lo antipatriota, pero ya era hora que alguien lo dijera.
Puedo entender el llanto de Medel. Inclusive el día del partido llegue a llorar junto a Medel (más producto de la caña del viernes que me tenía semi aturdida que de otra cosa), pero lo que sigo sin entender es el tatuaje de Pinilla. ¿Qué quiere? ¿Que acaso en veinte años más, cuando esté retirado, con su barriga crecida, su casa con césped, sus animales exóticos y sus cinco criaturas, le sigamos preguntando por su cuasi gol? ¿Eso quiere? Siempre me gusto más su lado B. La época en que se olvidó del mundo, cuando se olvidó que era un chico de suburbio de clase media bien y se convirtió en un veinteañero loco. Cuando se fue a las Europas y su pase comenzó a devaluarse como moneda de cambio tercermundista cuando se puso a tomar como condenado, y encalló en los tugurios más insólitos. Esa época me gustaba de él. Cuando veía desfilar su intimidad por televisión abierta, cuando comenzó a pescarse a la mayor cantidad de rucias oportunistas por segundo, cuando se puso fanático del Rey León, y cuando finalmente habló de su litigio matrimonial a través de la prensa de farándula.
En esa época yo le hubiese puesto «Where is my mind», de Pixies. Le hubiese cantado «¿Dónde está tu cabeza? Lejos en el agua, mírala nadar». Porque en ese tiempo Pinilla, ciertamente, se encontraba observando cómo nadaba su cabeza. Su naufragio. El escritor Vila-Matas dice que es casi imposible valorar la gloria, si uno después no conoce todas las tonalidades de la caída. Del fracaso. Y Pinilla definitivamente las conoció. Si bien a los 18 años fue el goleador indiscutible de la U –marcando más de 20 tantos en 39 encuentros– después cayó en la banca. Por más de ocho años estuvo «estacionado» allí. Mirándose la propia cara. Mirando el verde infinito de la cancha, con las cañuelas congeladas y la esperanza de surgir. Debe haber sido difícil ser Pinilla. Debe haber sido difícil estar ahí, aguantándose los titulares negros. Los malos días. Pinilla soñó con ser famoso, pero nunca tanto. La fama a veces simplemente te aniquila o, como a Pinilla, te hace llenarte de tatuajes para testimoniar «algo» que, de alguna manera, podría llegar a interpretarse como resurrección.