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Pellejerías de una separada: Una propuesta indecente. Por Leo Marcazzolo

A mis amigas de Chicureo, por lo general, jamás les pasarían estas cosas. A ellas les proponen pololeo. O las invitan a tomar helado. En cambio a mí me invitan a tomar ron, y me proponen ser “la otra”.

 

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El otro día fui a una fiesta y me propusieron ser «la otra». Así care raja. ¿Seré yo o será Santiago? La ciudad anda tan alocada que ya ni sé. Quizás soy yo la que anda provocando la mala suerte, o la buena suerte. Lo único cierto es que ando desconcertada.

A mis amigas de Chicureo, por lo general, jamás les pasarían estas cosas. A ellas les proponen pololeo. O las invitan a tomar helado. En cambio a mí me invitan a tomar ron, y me proponen ser «la otra». Así es la vida.

Lo bueno es que últimamente ando tan alzada que ya ni siquiera me ofendo ante este tipo de improperios. Me he hecho impune al descaro. Puse las cosas en la balanza. Lo bueno: el espécimen no era un monstruo, tenía trabajo, no era drogadicto y milagrosamente no padecía de SMIM (Síndrome de Monólogo Incurable Masculino). Lo malo es que dadas sus cualidades –que lo elevaban muy por sobre la media– yo estaba susceptible a enamorarme. Y eso sí que habría sido triste. Mientras tomaba ron y escuchaba su propuesta, sólo podía recordar el caso de la tía Rita.

Fue dramático. La tía Rita tenía los ojos verdes y usaba vestidos floreados con escotes. Se sentaba con las piernas cruzadas –igualita como las modelos que convidaban a los estelares nocturnos de Canal 13– y solía coquetear con la lengua cuando comía helados. La tía Rita era una mujer feliz. Eso hasta que se metió con el banquero. El banquero tenía esposa y tres diablillos. Sólo tenía cuatro mechas y había criado guata. La tía Rita recogía las sobras de su matrimonio. Las visitas después de la medianoche, la comida china baratieri, el sexo rancio y sus llantos interminables. El banquero lloraba mucho. La tía Rita se enflaqueció.

Yo definitivamente no quería enflaquecerme como la tía Rita. El tipo de la fiesta comenzó a decirme que lo «nuestro» sería «hermoso». Muy romántico. Muy feroz. Muy lúdico. Escuchar al mismo tiempo la palabra «feroz» junto a la palabra «lúdico» me provocó un cortocircuito sustantivo. Me puso de mal carácter. Me llevó a pensar que el tipo era un poco siútico. Lo era. De pronto me preguntó si me podía «robar un beso». ¿Qué clase de persona te pregunta si te puede «robar» un beso? ¿Qué acaso se creía la reencarnación de Cheíto? Lo mire extrañada. Pero como soy débil como una laucha, accedí. Fue como echarle parafina al fuego. Me llevó hacia lo oscurito (siempre precaviéndose de que nadie le viniera con el cuento a la polola), y me comenzó a hacer puras propuestas de medio pelo. Me dijo que si comenzábamos «algo», podríamos comenzar a escondernos en cualquier hotel «barato» de Valparaíso o del centro de Santiago.

La palabra «barato» volvió a conmocionarme. Me puso de mal humor. Me llevó a recordar la comida china baratieri que le ofrecía el banquero a la tía Rita. Me divise allí. Entrando al motel barato. Con mi metro y medio de estatura. De la mano del diablo en la más completa clandestinidad. Qué mal futuro. La fiesta continuaba. Yo me seguía imaginando allí. El tipo seguía tomando ron. Comencé a ser testigo de su ebriedad. Descubrí que el diablo ebrio era muchísimo peor que el diablo sobrio.

Ser la «otra» significaría lo mismo que ir con el hombre invisible a una fiesta. Tendría que justificarme permanentemente por su puesto vacío en la mesa. Tendría la ventaja de no pertenecer, pero estaría la mayor parte del tiempo como bola guacha. Me pregunté si yo era lo suficientemente moderna como para soportarlo. No sé. Cheíto además valía poco. Pero aunque hubiese valido mucho, creo que igual, pensándolo mejor, era medio terrible ser «la otra». Mal que mal, es siempre la verdad profunda la que manda. Y la verdad profunda me dictaba, en esta oportunidad, que tenía que ser la «dueña» absoluta de mis cosas. De mis libros, de mis discos, y por qué no, también de algún hombre.

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