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Pellejerías de una separada: El ladronzuelo. Por Leo Marcazzolo

Este pretendiente resultó ser de lo peor. Resultó ser un ladrón. Insólito.

 

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En esta jungla existe de todo tipo de cazadores para todo tipo de presas. Pese a eso, siempre escojo a los peores. Me pasó que me limpiaron. Esa fue la última pellejería y lo más humillante que he vivido. De hecho es tan humillante que ni siquiera sé por qué lo estoy contando. Creo que sólo porque si no lo escribo no me lo creo. Imagínense lo que me pasó. Imagínenme a mí, toda cándida, invitando a un pretendiente –en mi día libre sin niños– a mi casa. Desde que estoy separada que tengo estos días libres para hacer lo que yo quiera. Pero este pretendiente resultó ser de lo peor. Resultó ser un ladrón. Insólito.

Todo comenzó cuando lo invité a comer lasaña. Las mejores y las peores historias siempre comienzan con lasaña. A este loco le encantaba. Siempre decía que era igualito a ese felino dormilón, a Garfield. Aún no entiendo por qué pensé que con alguien que se jactaba de parecerse a un gato, reinaría el romanticismo. Pensé que con Garfield sería igualito como en las películas. Yo de cocinerita, revolviendo la salsa blanca, y él probando de mi propia mano y encontrándome tan linda. A las nueve de la noche ya tenía lista la comida. Seguía apostando a ganador.

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Garfield recibió su plato y pidió sal. A nadie que le guste un plato pide sal. Garfield tenía una relación enferma con la sal. Puso un disco y comenzó a engullir como desquiciado. A partir de allí ya dejó de llamarse «Garfield» y comenzó a llamarse «Thrasher». Bajó la luz del comedor. Dijo que el thrash duro se escuchaba así, con una gota de romanticismo, con un poco de oscuridad y ojalá con mucho humo. Triste. Disfrutaba de su propia ridiculez. Además contaba una historia que denotaba aún más su propia ridiculez. Contaba que ofrecía su música en las fogatas. Contaba que ofrecía sus canciones en las fogatas nocturnas de la playa, y que era tan desafinado que a veces ni gratis se las aceptaban. Insólito. Era un verdadero juglar de poca monta, ¿Qué hacía yo con un tipo así? Guácatela. Cabeceaba, y su pelo rozaba la comida. Guácatela. No conocía la existencia de la servilleta. Doble guácatela. Era un verdadero troglodita. Ese era su mayor defecto: convertir cualquier acto cotidiano en uno de troglodismo. Ver su forma desquiciada de comer me causaba guácatela. Me remontaba a la época más dura de mi infancia, a la de los cumpleaños. Por aquel entonces todos los niños cabeceaban con la música de Los Bochincheros, y mientras más cabeceaban, más se manchaban la boca con el kétchup y la mostaza. Se engullían los completos y se lanzaban las salchichas. Vivían como en la guerra de Vietnam, salvajes y oliendo la derrota.

Como a medianoche el Thrasher seguía escuchando thrasher. Decidí que ya era hora de que recibiera su merecido. Le puse «Abre», de Fito Paez. Se puso mal. Pálido. Dijo que esa música le provocaba «náuseas». Mal dicho. Me vinieron más ganas de escuchar a Fito. El Thrasher dijo que gente como Fito debería morirse en Buenos Aires. Peor dicho. Su problema no era que fuera thrasher; era que quería controlar el mundo, que quería controlarme a mí. Decidí que el Thrasher se merecía otro castigo. Uno aún peor. Le puse «El Último Adiós», de Paulina Rubio. Casi se murió.

Los thrasher no perdonan. O al menos este a mí no me perdonó. Decidió vengarse. Captó que mi punto débil era el bolsillo, y decidió vengarse con él. De pronto desaparecí para ir al baño. Cuando volví, el Thrasher comenzó a mirarme extraño. Con cara de circunstancia. A la media hora dijo que se iba. A la media hora descubrí que ya me había limpiado la billetera. El Thrasher nuevamente cambió de nombre. Dejó de llamarse Thrasher para llamarse el Ladronzuelo.   

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