Espectáculos

Los animales que enloquecen a las personas… Por Leo Marcazzolo

Hay veces en la vida en que un animal enloquece a una persona. O una persona enloquece a un animal. Sucede. No se sabe con exactitud cómo, pero pasa.

 

PUBLICIDAD

Imagen foto_0000002220130731090936.jpg

En algún momento ocurre. En algún momento el amo comienza a ser el esclavo de su perro. Y en ese caso ya no hay más vueltas que darle. Ocurrió con la Clarita. La Clarita simplemente enloqueció a su dueña, pasó a ser su esclava. La Clarita era un poodle toy que no medía más de 22 centímetros. Una inocente poodle toy que andaba con una campanita que hacía «tin,tin, tin, tin» y que dominaba  todo como una  verdadera esfinge.

De hecho, cada vez que uno entraba al departamento tenía que vérselas con ella. Verla directo a los ojos para ver si te dejaba entrar. La perrita era tan diabólica como la niña de «El Exorcista». Clavaba los ojos en el visitante y no lo soltaba nunca. Tenía los ojillos negros y brillosos como un par de aceitunas recién sacadas del vinagre. Miraba con rabia. Siempre lo mismo. Y luego ladraba por largo rato, se agachaba un poco y dejaba su marca. Tenía las murallas repletas de unas aureolas amarillas y olor a óxido. Como si marcarlas hubiese sido su principal misión. Insólito.

Pero más insólito aún era ver la forma en que se comportaba mi amiga. Sentía verdadera devoción por aquel mamífero insensato. La trataba como a un diamante. Le compraba collares, le ponía toallitas higiénicas y, por si eso fuera poco, la sentaba a la mesa, al frente de su platito rosado, como a cualquier persona.

Ambas vivían solas en un departamento en Providencia. Y muchas veces su única entretención era mirarse a las caras sin interrupción alguna. Así vivían hasta que algo extrañísimo ocurrió una tarde. Clarita simplemente se extravió por días. Nunca se supo si fue un acto deliberado o un accidente, pero la cosa fue que se extravió por días. Fue intenso y doloroso. Mi amiga lo recuerda como un hecho que la sacudió completa.

Recuerda hasta los más ínfimos detalles; cómo llegó a su casa, abrió la puerta y se encontró con las murallas amarillentas y el vacío. Pero más que nada recuerda cómo comenzó a llamarla y sólo se escuchó su eco, que comenzó a rebotar contra todas las habitaciones desiertas. Y cómo después comenzó a buscarla.

La búsqueda fue definitivamente el momento más dantesco. Extremo. Mi amiga definitivamente comenzó a volverse loca. Cada vez más loca. Dio vueltas por la ciudad sin rumbo. Primero por las calles más cercanas, después por las más lejanas, y por último salió del barrio. Hasta que definitivamente caminó más de diez horas seguidas sin verla. No la vio nunca porque la Clarita jamás había dejado el edificio. Siempre había permanecido allí, instalada cómodamente en otro departamento muy cercano. Mi amiga lo averiguó después.

PUBLICIDAD

Antes de eso pasaron otras cosas. Antes de eso prevalecerían su angustia y el pavor de no volver a verla más. De hecho mi amiga se recuerda a sí misma verdaderamente enloquecida. Desesperada pegando letreros por todo el barrio, ofreciendo casi doscientos mil pesos de recompensa, al lado de una foto escaneada de la Clarita. De ella con su platito rosado y su peinado de peluquería. Tan frágil como un algodón de azúcar. Tan frágil e inocente que nunca nadie hubiese podido imaginar cómo iban a terminar las cosas. Porque la historia después demostraría que las cosas muchas veces son diferentes a cómo las imaginamos.

Demostraría que la Clarita nunca había sido tan inocente, sino un lobo en piel de poodle. Tan traicionera que no sólo tuvo la osadía de fugarse y luego adaptarse en menos de una semana a otra casa, sino que además lo hizo únicamente por dos salchichas. Porque finalmente esa tarde se había vendido por sólo dos salchichas. Mi amiga lo averiguó después. También que, apenas se las mostraron, corrió al otro departamento, y ya no quiso moverse más. De hecho mi amiga se la encontró allí –después de haber pagado la recompensa– agazapada, como un felino en espera de su bistec. La vio y ni siquiera fue capaz de saludarla.

Ya había cambiado todo. Se había convertido en otra perrita y ya se había encariñado con los habitantes de esa otra casa. Al nivel que las cosas se pusieron aún peor, más trágicas. Porque lo único cierto fue que apenas mi amiga se la llevó para su departamento, la Clarita no se cansó de aullar. Aulló sin tregua y sin probar bocado. Por más de tres semanas. Hasta que mi amiga finalmente la terminó cediendo. La fue a dejar al otro departamento y trató de olvidarse de ella. Ese fue su único remedio.

PUBLICIDAD

Tags


Lo Último