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¿Sabes cuál es tu lugar en el mundo? Por Leo Marcazzolo

Por ejemplo, para mi amiga Magdalena, su “lugar en el mundo” es definitivamente su zona más cercana, el patio de la casa de playa de su abuela, porque fue justamente allí donde vivió su más grande revelación.

 

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Alguna gente se imagina que su lugar en el mundo es algo muchísimo más rebuscado de lo que realmente es. Lo ven casi como el sitio donde aparecerá algo que sencillamente les cambiará la vida. Un lugar lejano, lleno de monjes budistas o chamanes milagrosos, que de alguna u otra forma les mostrarán un camino. Y esa gente de verdad que se lo cree. Creen que, pase lo que pase, tendrán su «lugar en el mundo» para salvarse.

Yo no pienso como ellos. Comúnmente he desconfiado de todo, pero sobre todo de las «salvaciones milagrosas». En especial de ellas. Tanto que siempre he creído que «los lugares en el mundo» están más relacionados con las cabezas que con las geografías de las personas. Son básicamente los sitios que las personas escogen porque algo les ocurrió allí, porque sus referentes cotidianos –o sea las cosas que de verdad les importan– siempre han estado allí. Por ejemplo, para mi amiga Magdalena, su «lugar en el mundo» es definitivamente su zona más cercana, el patio de la casa de playa de su abuela, porque fue justamente allí donde vivió su más grande revelación. A los 12 años, en el minuto más inesperado. En una clásica noche con olor a brisa, playa y rocas, que recuerda como si fuera hoy.

Aún logra verse a ella misma en el patio de su abuela, sentada en un sillón de mimbre de Chimbarongo, rodeada de plantas de petunias y tomates, con los pies descalzos sobre el suelo tapizado de conchitas rosáceas y arenilla recién humedecida por la brisa. A su lado, el vecino que siempre le había gustado mucho. Casi pegada a él. Su vecino Miguel que, sin saberlo, en un acto esencialmente mínimo esa noche, le gatilló el cambio. El acto de él la cambió a ella. Eso es seguro. Le mostró cosas que jamás había visto. Todo comenzó de la forma más simple. Cuando el vecino le dio un beso. Un beso que le terremoteó el mundo, que la hizo sentirse tan extraña que la ayudó a llegar a dos grandes conclusiones: primero, que nunca había sentido «algo» realmente fuerte por él, y segundo, que quizás tampoco en el futuro sentiría algo realmente fuerte por los hombres.

¿Y cómo lo supo? Simplemente, porque al besarlo sintió exactamente lo mismo que si hubiese besado a una tabla. Y sentir aquello con el tipo que había sido supuestamente el eterno amor de su vida, para la Magdalena fue decidor. Lo suficientemente radical como para plantearse sus primeras dudas frente a lo que serían sus futuras orientaciones sexuales.

La Magdalena simplemente cambió. Tanto, que de inmediato supo que, definitivamente, «su lugar en el mundo» sería justamente el sitio donde le habían ocurrido esos hechos. O sea, el patio de su abuela. Así de sencillo. Y es que así son los verdaderos «lugares en el mundo» para las personas. Los sitios donde de verdad les ocurren las cosas.

Como para mi sobrina Anita, de 8 años, que ve como su único «lugar en el mundo» justamente su sitio más próximo, aquel que ve desde su ventana cada mañana: la pequeña circunferencia de tierra donde está plantado el manzano justo frente a su pieza. Ese lugar y no otro, porque fue justamente allí donde le enterraron al perro. A su Gran Danés, que había sido su gran compañero de vida, que le babeaba encima, le tiraba el mal aliento y siempre estaba allí para clavarle sus ojos vidriosos. Y por lo mismo fue que su papá lo enterró allí, para que la Anita lo tuviera más cerca, para que verdaderamente supiera lo que significaba recordar a los muertos. Y para que además supiera que siempre era bueno tener un lugar en el mundo. Un lugar donde sentarse y sentirse feliz.

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