Creo que todos los Año Nuevo de mi vida, siempre, he despertado con la misma sensación de vacío de que no he hecho nada lo suficientemente bueno por lo cual enorgullecerme. De alguna forma creo que todos los que somos intrínsecamente pesimistas despertamos un poco así. Con esa especie de resaca de verdades y auto recriminaciones. Y quizás por lo mismo es que nos gusta la fiesta, la parranda sin límites, el lugar para olvidar las autoflagelaciones absurdas. Porque lo único cierto es, que cuando uno tiene dieciocho años y va a una fiesta, no tiene autoflagelaciones absurdas. La conciencia no existe, los límites no existen. Los límites son sólo una jaula de fierro de la que uno quiere escapar.
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Al menos esa era mi sensación de los dieciocho años. El año en que recuerdo que ocurrió todo, en que tenía tantas expectativas de las fiestas que ni siquiera podía enumerarlas. Ese año, recuerdo, si bien había despertado con mi ya clásica actitud derrotista, a la hora del desayuno me encontraba bien. Estaba sentada en una esquina de mi cama, pensando en todas mis mejores opciones posibles para salir ese Año Nuevo. Tenía más de tres. Más de tres, aunque finalmente elegí la peor. Elegí la discoteque Gente, que en ese minuto se encontraba en franca decadencia porque sencillamente ya no era lo que había sido. Y porque, además, se decía que se estaba derrumbando tan estrepitosamente como una gran torre de marfil. Pero yo igual opté por ella, sólo porque mis amigas estarían allí.
Mis amigas recientes. Las dos Paulas, que eran como un monstruo con dos cabezas, porque operaban igual y se movían igual. Y porque además todo el mundo las conocía. Todo el mundo sabía hasta dónde podían llegar. Sabían que con ellas no había límites. Porque las Paulas se portaban mal, terminaban haciendo lo que querían. Las recuerdo como si fuera hoy. Una rubia y la otra morena. Porque paradójicamente las dos tenían apellidos chilenos, pero ninguna de las dos lo parecía. La rubia era demasiado rubia. Y la morena demasiado morena. Tanto que parecía africana. Con las piernas arqueadas y los labios bien gruesos, así era. Haciéndole el contraste a la otra, a la escandinava.
Ambas siempre andaban juntas. Dormían pegadas, se duchaban pegadas, y hasta se vestían pegadas. Al nivel que se podría haber dicho, inclusive, que eran lesbianas. Que la rubia estaba enamorada de la morena y viceversa, aunque jamás había sido así. Jamás, porque a ambas les gustaban los hombres. Mucho. Eran definitivamente su leit motiv. La razón de su ser. Porque las Paulas eran así. Eran del tipo de mujeres que preferían mil veces andar con cualquiera antes de andar solas. Porque era justamente eso lo que las unía. Lo que las hacía no separarse. Lo que las hizo pasar ese Año Nuevo y todos los demás juntas. Como ese de 1992, en que decidieron ir a la discoteque Gente con un grupo grande de amigos, entre los que me encontraba yo. Yo, que fui invitada sólo por casualidad, porque dos días antes me las había topado en una heladería de lo más normal. Y allí me dijeron lo de la Gente. Una heladería donde jamás debí haber entrado, porque así jamás hubiese pasado lo que finalmente ocurrió. Porque finalmente ese Año Nuevo terminó de la peor manera posible.
De una manera tan bochornosa que preferí no contarlo. Y es que aún tengo grabada la imagen. Yo, a los dieciocho años, a la una y media de la mañana esperando, con los ojos pintados en tonos pasteles, en el auto de mi mamá. Y luego mi mamá quedándose dormida, y las dos Paulas no llegando nunca. Y otra vez las dos Paulas no llegando nunca, y mi vacío del Año Nuevo del ´92. Los autos, el ruido, los bocinazos, la alegría desatada, los abrazos, las botellas de champaña abriéndose, y las dos Paulas no llegando nunca. Luego un choque, más abrazos, más personas desatadas, más parejas besándose y las dos Paulas no llegando nunca. Porque lo único cierto fue que esa noche las dos Paulas no llegaron nunca. Me dejaron plantada. Plantada por un hombre. Por el tipo que le gustaba a la Paula rubia. Porque sólo al día siguiente me enteré de todo. Me enteré que como ese tipo, a último minuto, se arrepintió de ir a la discoteque Gente, ellas tampoco fueron. Porque finalmente mostraron su esencia. Develaron que lo único que les había importado entonces y les importaría siempre, sería una cosa: los hombres. Su único leit motiv posible y definitivo.