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¿Cuánto eres capaz de tolerar para (re)tener a un hombre? Por Leo Marcazzolo

Para tenerlo, se tuvo que convertir en una mujer desesperada. En una mujer que, con un cuero de elefante único, fue capaz de aguantar todo para seguir sosteniéndose con una sonrisa.

 

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El punto de partida de esta historia es la desesperación de la Claudia. La urgencia por encontrarse a alguien. Ya que inclusive fue capaz de convertirse –camaleónicamente– en otra persona para lograr conseguir un hombre. Porque para tenerlo, se tuvo que convertir en una mujer desesperada. En una mujer que, con un cuero de elefante único, fue capaz de aguantar todo para seguir sosteniéndose con una sonrisa.

Porque, en efecto, si en esta historia algo sostuvo, fue justamente su sonrisa. Una sonrisa incólume capaz de sobrevivirlo todo, porque todo ocurrió en la zona límite, en la zona «caliente» que describió después la Claudia. La zona intermedia entre su desesperación y su aguante. Aguante en palabras mayores, porque ya desde que conoció al individuo, lo conoció mal: en un sitio de internet de gente desesperada. De los sitios más invisibles y más vulnerables, aquellos donde van a parar los olvidados o los que se sienten olvidados. Como la Claudia, que fue a parar allí en una tarde sofocante. Tan sofocante que mientras estuvo conectada, no dejó de vivir ni por un segundo el aturdimiento. Casi como una mosca encapsulada.

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Tan aturdida como lánguida, ya que mientras estuvo navegando con los ojos fijos en su computador, no fue capaz de rechazar a nadie. Ni siquiera al desagradecido del perfume diminuto. Ni siquiera a él, que la estuvo bombardeando con miles de sandeces y fechorías, por infinitos minutos, a través del chat. Hasta que de pronto la invitó a salir. Le prometió una pizza y una tarde «romántica». Romanticismo barato frente al televisor, contó luego la Claudia que le prometió. Eso era lo único capaz de ofrecerle. Eso como panorama perfecto. Esos tres elementos colmaban su cabeza: comida, mujer y pantalla.

Eso, y el perfume diminuto. El perfume que aceptó después la Claudia. Casi como una ofrenda, como un regalo que sería el preludio de los demás regalos. Porque, de hecho, el perfume diminuto no era otra cosa que eso. No era más que una muestra gratis de Chanel disfrazada de obsequio. No era más que la atención de un avaro que se pensaba que estaba regalando bien. Tan bien que inclusive recalcaba la palabra «Chanel» mientras lo entregaba.

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