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Pellejerías de una separada. Hoy: Una fuga de gas malévola. Por Leo Marcazzolo.

¿A quién le importa realmente el vestido metálico de la Raquel Argandoña? Apuesto mil pesos, (soy demasiado coñete como para arriesgar más) que si tan solo, por un año, dejaran de mostrarlo tan seguido como lo muestran, quedaría tan olvidado como la bebida Free o la propaganda del yogurt Soprole.

 

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Muchas veces lo que recordamos del Festival de Viña, es más importante que el Festival de Viña mismo. Nos recordamos más de lo que opinaban nuestras madres de Vodanovic, que de Antonio Vodanovic mismo. Nos recordamos más de las piedrecillas que se nos colaban en los zapatos-mientras caminábamos por la Quinta- que del monstruo, ¿Qué son los alaridos del monstruo?, ¿A quién le importan los alaridos del monstruo? A ti, a mí, a quién.

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¿A quién le importa realmente el vestido metálico de la Raquel Argandoña? Apuesto mil pesos, (soy demasiado coñete como para arriesgar más) que si tan solo, por un año, dejaran de mostrarlo tan seguido como lo muestran, quedaría tan olvidado como la bebida Free o la propaganda del yogurt Soprole. Cada una de las historias del Festival de Viña entonces, se entierra con el mismo facilitismo con que se levanta: nuestra realidad es lo que vivimos en torno a él. Para la familia Guajardo Tapia, por ejemplo, la elección de la reina de este año, será, por siempre, su realidad. Y no porque «el hecho» les haya cambiado especialmente la vida, sino más bien, porque justo a la misma hora y en el mismo minuto en que Jhendelyn Núñez era escogida, se gatillaba una posible explosión de su casa. Sentían el estrepitoso golpe- parecido a un trueno-azotando las afueras de su negocio. Sentían un choque contra su fachada blanquecina repleta de múltiples grafittis de chicos lesos y mal enseñados. Fue surrealista, en un inicio, encontrarse con el Crysler, 4X4, gris, enterrado allí. Enterrada toda su delantera justo en medio del tubo de metal grueso- donde se concentraba todo el gas- que alimentaba el emporio.

El Crysler le pegó justo al tubo de gas externo.
El emporio, ubicado, justo, en una de las esquinas más visibles del cerro Yungay, se componía por: una escalera de cemento gastado, cajones de huevos, verduras, licor de fruta, y un poster bien vistoso de una niña saliendo de una piscina. El emporio se llamaba «Yoya», (tal como su dueña muerta). Sus hijos, en tanto, estaban más vivos que nunca. De hecho, solo cinco minutos antes del choque, figuraban ambos, con los ojos bien clavados en la tele, mientras le cortaban con la navaja filuda, un octavo de mortadela, a una señora, tratando de resolver la siguiente interrogante: ¿Acaso Jhendelyn Nuñez estaba verdaderamente más «buena» que la niña del poster? Hasta ese entonces, aseguraban, no haber visto jamás «algo» más lindo que la niña del poster.

El Crysler se desenterró del tubo, dejando un forado de tales proporciones, al minuto de su huida, que el gas comenzó a escaparse, como un chorro de aire grueso, completamente descontrolado. El olor comenzó a inundar varias casas a la redonda. El ruido comenzó a hacerse cada vez más ensordecedor. Hoy se hace difícil magnificarlo. Quizás podría compararse, con un globo aerostático, haciéndose pebre en plena calle. Mientras tanto, en el plasma, Jhendelyn Nuñez seguía contoneándose, con su coronita de hojalata en pleno. Su voz de pájaro nuevo cantando y agradeciéndole a todos: a Dios, a si misma, a su generalísimo, a la sonrisa de Martín, al beneplácito de Tomka, a la buena voluntad de los «invisibles» y a una tropa larga de seguidores, que unánimemente, habían gritado: ¡¡¡mihijita rica!!!

Los perros ladraban sobre los techos como una prolongación más del olor a gas. Las luces encendidas, diminutas y brillantes, en el cerro. Los ojos ávidos de las mujeres a través de las ventanas. Sus hijos dándole con furia al Reggetton. Los niños jugando al fútbol, en plena pendiente, tratando de chutear pelotas, contra arcos inexistentes. Solo ocho minutos después de sucedido el hecho, solo allí, la familia Guajardo Tapia, finalmente, dura como una piedra, se convenció, de que pese al riesgo de poder perderlo todo, debía salir del emporio, (era tal el olor a gas, que ni siquiera los sapos más sapos, se atrevían a acercarse ahí). Solo desde la lejanía presenciaban el entuerto, y comentaban algo sobre la Ley Emilia, y la mala suerte de los pobres. «Los curados solo suben hasta aquí para dejarnos la cagada», dijo uno. Y justo en ese momento alguien que había anotado la patente del Crysler se la dio a un paco.

Es difícil describir hoy, cómo fue presenciar la salida de la familia Guajardo Tapia: la salida de los dos hermanos primero, viendo todo con ojos desorbitados, y luego la salida de una de sus esposas después, invitando a una niña a tomar helado, «bien, bien, lejos» para no mancharla con el horror.

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