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Pellejerías de una separada: El taxista fujimorista

Comencé a mirar. La gente transpiraba pero no se veía el sol. En una cevichería le estaban dando ceviche, a cucharadas, a un lactante. En la Avenida del Callao, el conductor de un moto-taxi le gritaba a una señora de más de sesenta años, con terraplén y vestido fucsia “dibujado”, “hijitadelaguayaba estás muy buena”……Por Leo Marcazzolo.

Fui a Lima y me tocó esto. Primero, un plato del mejor lomo saltado que una caída del catre como yo, puede comer: papitas crujientes, carne sin nervio y tomates muy jugosos. Segundo, una Inca Kola bien helada, al lado de una señora «haciendo el número 1» en plena esquina residencial (en Perú «el número 1» significa orinar). Tercero, un taxista fujimorista, carcomido por la nostalgia del oriental.

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«Quiero que vuelva el Chino», fue lo primero que me dijo apenas me subí a su Toyota Tercel, lleno de abolladuras. No supe qué contestarle. Pensé: si le digo que la revista Forbes caratula a su «Chino» con una fortuna de más de 6.000 millones de dólares, de los cuales nadie conoce su procedencia, me matará. O si le digo que en Chile lo único que queríamos era zafarlo, también. Concluí: «lo mejor que puedo hacer es hacerme la que no entiendo nada, sólo tengo que ser yo».

Comencé a mirar. La gente transpiraba pero no se veía el sol. En una cevichería le estaban dando ceviche, a cucharadas, a un lactante. En la Avenida del Callao, el conductor de un moto-taxi le gritaba a una señora de más de sesenta años, con terraplén y vestido fucsia «dibujado», «hijitadelaguayaba estás muy buena». En el Parque del Reducto, los descendientes de los combatientes de la Guerra del Pacífico le hacían un homenaje a sus deudos, mientras vociferaban que los chilenos habían sido «barbáricos» en «batalla». Todo eso pasaba mientras a causa de los tacos ni siquiera lográbamos avanzar a la siguiente cuadra. Hay mucho auto en el Perú. La gente lanza sus «lisuras». El taxista se enojó. «Carajo, está muy malograda la autopista», dijo, mientras le clavaba su mirada de odio a un cuadrúpedo cuyo único «pecado» era cruzarse en su camino.

«En los tiempos del Chino estos cojudos no lograban salir vivos, carajo», dijo, y luego comenzó a añorar sus buenos tiempos. Los tiempos en que Fujimori, a diferencia de «Ollanta-la-llanta», sí sabía limpiar la capital. Les prometía a todos los chinos, según él (que en el Perú abundan), que si «guisaban los caninos» lograrían grandes beneficios. No sólo comerían «más bueno y más barato», sino además harían del Perú un país de «mayor prosperidad y futuro». Y todos le hacían caso –según él– porque por «lógica» el poder amarillo domina «amarillos». «Lo obedecían como a un Dios», me explicó, y yo lo quedé mirando con tal cara de escepticismo que de inmediato trató de ideologizarme un poco. «Ya pues señito, no sea tan desconfiada, pues… Si usted sabe que chinos y japoneses comparten los mismos palillos…», dijo. Y luego de inmediato se le fue el volante. Se jodió el Perú, pensé. Primero casi atropella a un diminuto informante de combi (sapo de micro para nosotros) que justo se le atravesó en un disco Pare, y luego a un curagüilla que andaba en zig-zag en pleno cruce peatonal. «¡A su madre, le juro que si ese se me atraviesa de nuevo, lo mato, señito!».

Ya eran las tres de la tarde, y la humedad arreciaba. El taxista fujimorista se encontraba tan desesperado que atrapaba las moscas con los dedos. Sus gotas de sudor le brotaban como pequeñas partículas. Se secaba, con su pañuelo blanco, una y otra vez. Hasta que de pronto estacionamos en un pequeño callejón corto, sin nombre, sin salida, y con una blanquísima virgencita de yeso al fondo. Arguyó que debía ver a un amigo. Cerró la puerta y a los cinco minutos reapareció de nuevo. Traía un teléfono. Seguimos andando. Vimos más gentes. Vimos a un cobrador humano que le pegó a un tipo. Vimos que casi al segundo después, de esa misma combi se bajó una gran señora con una gran cartera, que también le pegó a ese tipo. Vimos una jaula de pájaros, vimos un puesto de jugos. Pero lo último que vimos fue lo más notorio. Vimos un gran letrero donde aparecía la foto de una gran carretera que le daría prosperidad al Perú; allí se leía, «Ollanta, lo hace». El taxista fujimorista movió la cabeza para ambos lados, y dijo que «Ollanta-la-llanta» no hacía nada. Luego, mientras me mostraba el Nokia ya en desuso que había recogido del callejón, agregó. «¿Sabes por qué me gusta el Chino? Me gusta porque él sí cumple. Un día me prometió a mí y a todo mi distrito un teléfono, y al día siguiente lo trajo. Aquí está la prueba».

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