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Pellejerías de una separada: El vicio de mi madre. Por Leo Marcazzolo

 

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Las arañas de la pieza de mi mamá se multiplican en cada esquina. Pese a los insecticidas, quieren seguir viviendo. Son de todos portes, de todas razas. Se introducen por las innumerables fisuras. Por las grietas que corrompen sus muros. El vicio de mi mamá me tiene detenida aquí, frente a su muro. Mi mamá está como un ovillo al interior de su baño. Teme que vuelva a retarla. El peor momento de mi vida, creo, es éste, cuando mi mamá se está escondiendo de mí.

Le acabo de pillar una cajetilla y se la boté al wáter. Me dijo que la dejase tranquila. Es de naturaleza rebelde. Tiene más de 70 años, y cuando se para frente al espejo continúa pensando que ve la imagen de una niña. Escucha a The Beatles. Come ají del más picante, huevo frito y grasa. Mucha grasa. Toma ron, y ve los peores programas. No conoce el concepto de televisión «sofisticada». No conoce «Breaking Bad», las series de HBO o esos documentales que supuestamente le cambian «la forma de pensar» a las personas. Mi mamá creció con Sartre. Cree que si uno no es dueño de su libertad, muere. Continúa encerrada en su baño. Le grito, le pido perdón, pero continúa allí, petrificada.

Quisiera que siempre se quedase aquí. Hace un par de meses le traje una máquina de oxígeno, justamente para que se quedase aquí. Tiene enfisema. Odia ver esa máquina. Aún me recuerdo del día en que se la instalaron a un lado de su cama, donde la espero ahora. Dos hombres llegaron vestidos de blanco. La prendieron y cobró vida propia. Parecía un robot: gris, con rueditas y con un vaso de agua con burbujas que producía oxígeno. Mi mamá comenzó a gritar que «no la quería porque no estaba vieja». Se rehusó a ser amiga de su propia máquina. Le dije «mamita, es para que te sientas mejor», y ella me respondió «mejor tú comienza a sentirte mejor». Mi mamá es rebelde. La máquina hace que el ambiente se vea aún más tétrico. Ahora que es invierno es peor. A veces cuando entro a su pieza y le hablo, siento que estoy temblando de frío. Odia la estufa. La despierto, le doy sus remedios y comienza a gritar. Parece un demonio. A veces hasta pienso que debiera ser exorcizada.

Mi mamá sigue fumando en su baño. Lo hace sabiendo que estoy aquí. El humo se cuela por los orificios más improbables. Sigo detrás de su puerta. Las arañas trepan. Quiero estrangular a mi madre. Su madre, o sea mi abuela, también quería estrangularla a ella. Mi madre solía ser un demonio de niña. Solían ponerle zapatos de charol y falda de florcitas contra su voluntad. Quería vestirse de hombre. Salía disparada a la calle. Le advertían que «no mostrase nada», pero mostraba los calzones igual. Mi abuela la vigilaba desde la ventana entreabierta. Ella sabía que la estaban viendo. La calle era estrecha. Tenía adoquines y un bullicio de niños aterrador. Mi mamá sólo tenía 13 años. Las bicicletas estaban allí, apoyadas en las rejas. Mi mamá nunca quiso una. Pese a eso, solía tomar una que otra prestada. Lo hacía sólo para mostrar los calzones. Así desafiaba a mi abuela. Para lograrlo se paseaba una y otra vez frente a sus propias narices. Mi abuela le propinaba fuertes duchas de agua fría como castigo. Pero nunca dejó de hacerlo.

En esas mismas calles de adoquines, dos años después, aprendió a fumar. Al igual que con la bicicleta, comenzó a hacerlo en las narices de mi propia abuela. Tal como lo hace ahora. De pronto me abre la puerta. Ya no parece un demonio. Con su camisa de dormir rosada y sus piececitos blancos, sentada en una orilla de la tina, luce tan pequeña y frágil que hasta podría abrazarla. La veo y pienso que tal vez yo también llegue a lo mismo, que tal vez el camino que nos separa no sea tan largo. Pienso en eso y concluyo que tiene todo el derecho de volver a fumar.

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