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Pellejerías de una separada: ¿Qué es ser una “suelta”? Por Leo Marcazzolo

Desde que era chica me enseñaron a no ser suelta. Mi mamá siempre me decía que las niñas sueltas eran unas perdidas, y mi nana asentía. Ella siempre asentía desde la cocina cuando se hablaba de un tema que importaba. Como éste…

 

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Con el único propósito que se me quedara bien grabado, mi mamá acostumbraba a contarme un chiste. La protagonista del chiste se llamaba Carolina. Carolina era una niña muy buena que un día le preguntaba a su mamá si acaso «podía darse una vuelta de carnero». Su mamá le respondía que no, «porque se le podían ver los calzones». Carolina –malcriada como nadie– se la daba igual, y más encima se burlaba de su mamá diciéndole que «no se le iban a ver, porque se los había sacado». Carolina era una suelta.

Esa era la moraleja de la historia. Mi mamá comenzó a contarme ese chiste desde los cuatro años. No paró. Todo para extirparme cualquier atisbo de soltura, el peor estigma de mi generación. Por estadística, más del 70% de las niñas que en los noventas eran consideradas sueltas, terminaban mal. O con severos daños sicológicos, o anoréxicas o suicidándose. Y lo peor del asunto era que, a diferencia de hoy, no había que hacer mucho mérito para lograrlo. El pavor estaba en el aire. En 1991 en mi colegio, por ejemplo, se descubrió que una niña estuvo escondiendo, con una faja, durante casi ocho meses su embarazo, únicamente por temor a que se supiera que había perdido su virginidad antes de los 14. En 1985, en tanto, se suicidó otra niña por lo mismo. Sus iniciales eran A. R., y su único pecado fue haber sido considerada «puta». Sus compañeras solían decirle «la muestra gratis» sólo porque, según ellas, supuestamente se habría «regalado».

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A.R. se fue de este mundo el 15 de septiembre de 1985 a las 13 horas. El mismo día de mi cumpleaños. Divisé su noticia justo antes de salir a comprar mi torta. A. R. tenía 16, y yo cumplía 11. A. R. se tragó casi medio frasco de pastillas; yo, casi media torta de chocolate. La torta estuvo amarga. Esa misma tarde, mientras A.R. asistía a su propio velatorio, a eso de las 18 horas, nos pusimos a bailar lentos. Mi mamá sacó la alfombra. Yo puse un casette de Los Enanitos Verdes. La música lenta recrudeció el ambiente. Los padres temían que sus «niñitas» pudiesen ser consideradas «sueltas». Las mamis miraban de reojo desde el comedor. Bailábamos en el living. Las mamis comenzaron a alegar que los «niñitos» estaban apretando mucho a las «niñitas». Y cuando esto pasaba, aseguraban ellas, a los «niñitos» se les hinchaba «cierta parte». Hasta el día de hoy no me explico cómo eran capaces de constatar una cosa así. El ambiente seguía densificándose. Hasta que de pronto la cosa explotó estrepitosamente. Una «niñita» le pegó una senda cachetada a un «niñito». Éste estaba tratando de meterle mano. La «niñita» le pegó sólo por el qué dirán, porque la verdad es que a ella le habría fascinado que le metiesen mano. Lo sé porque esa «niñita» era yo.

La fiesta terminó y volví a pensar en A.R.; en cuatro años más yo cumpliría su misma edad. La fatalidad de A.R. había llegado a su clímax –escuché después– cuando descubrió una rata muerta al interior de su estuche con un mensaje donde se leía «puta de mierda». De inmediato salió corriendo de su sala, y cuatro horas después se suicidó. Yo, en tanto, al día siguiente de su muerte, desperté con una profunda sensación de hastío; sólo después de comerme media torta de chocolate pude volver a sonreír. Luego me acordé del chiste de Carolina. Decidí que de ahí en adelante sería por siempre Carolina, para poder seguir mostrando los calzones al mundo sin que nada me importara.

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