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Pellejerías de una separada: Ratas de Medianoche. Por Leo Marcazzolo

Las ratas hacen un ruido extraño. Parecido a un recién nacido cuando pide leche. El otro día fui a la cocina a medianoche y me encontré con una…

 

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La pobre estaba más asustada que gato en motoneta. Temblaba. Debe haber sido guagua porque era chica. Escapó gritando. Se metió por una hendidura del piso del refrigerador y desapareció. En menos de una hora ya estaría muerta. Me fui a acostar. Tenía que volver a matarla y no sabía cómo. Me quedé pensando.

Pensé que tal vez podría salvar al diminuto ser. Pensé que efectivamente podía ser el hijo de una ratona que lo quisiese mucho, ¿Y si efectivamente lo era, tenía yo derecho a aniquilarlo?-. Me pregunté a mi misma, ¿Podía yo cargar con la muerte de un mamífero a cuestas?-.Volví a preguntarme. Lo único que no podía entender del todo, era, por qué justo había llegado a mi refrigerador, y no al de mi vecina: si él mío no tenía nada y él de ella lo tenía todo. El infeliz no merecía morir. Eso era lo único que tenía claro. Cinco años atrás me había planteado la misma interrogante: ¿Matar al ratón o no matar al ratón? Por ese entonces estaba recién casada y aún vivía el sueñecito perfecto de la «casita feliz». Mi ex quería matarlo y yo quería salvarlo. Mi ex decía que no podía dejarlo vivo, porque si lo hacía, nos vendría a comer los dedos de los pies cuando anocheciera. Me aseguraba inclusive, que a su primo-proveniente de no sé qué fundo extraño-un medio guarén le había arrebatado casi de dos mascadas, su dedo gordo. Freak. No pude contrarrestarlo, le dije que lo matara luego.

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Llegó a la cocina y comenzó la acción. Desde mi pieza se comenzaron a escuchar los ruidos: estruendos de cosas cayendo, golpes de palos de escoba, y gritos. Muchos gritos. Mi ex, literalmente, comenzó a suplicarle al ratón para que se muriera luego. Le gritaba: ¡Muérete rápido!, ¡Muérete por fa!, ¡Muérete ya! Mientras el pobre roedor se aferraba con todo a la vida. Nunca entendimos por qué se aferraba tanto. Finalmente el pobre infeliz tuvo que recibir más de veinte palos antes de estirar la pata. Heavy.

Pero lo peor de todo no era eso. Lo peor de todo era que ahora, yo estaba separada y sola, y tendría que hacerlo igual. Siempre he creído que uno necesita a los hombres para muchas cosas. Pero definitivamente cuando uno más los necesita, es cuando hace frío-para que te calienten los pies-y cuando existe un ratón en tu cocina, para que lo maten. Y ahora yo no tenía a nadie. Continuaba tumbada en mi cama y aún no me decidía a hacerlo. Eso hasta que de pronto salí de mi inercia. Llegué hasta la cocina y comencé a buscarlo. Podía dilucidar sus ruidos.

Comencé a acercarme. El infeliz comenzó a rasguñar las paredes con sus diminutas uñas. Temblaba. Pensé en el destino fatídico que tenían los roedores. Morían sí o sí como las moscas: en las fauces de una serpiente, en un laboratorio, o en una cocina. Nadie se apiadaba de ellos. La gente los aplastaba. Sus vidas eran casi tan desechables como los matrimonios. De pronto decidí salvarlo. Se me ocurrió ahuyentarlo y olvidarme de él. Comencé a pegarle con una escoba al refrigerador para que se fuera y no volviera más. No salía.

Pese a que seguía pegándole continuaba allí. Gritaba como barraco. La situación se repetía idéntica. La diferencia era, que ahora era yo, quien dialogaba con el ratón. Le decía: «ratoncito, ratoncito, por favor sale de tu agujerito». Estuve por más de una hora repitiéndole eso. El infeliz me dejó pagando. Me fui a acostar. A la mañana siguiente descubrí que era todo un desgraciado. El pago de Chile. Me picoteo tres kilos de papas y me dejó excremento. Cerdo. En ese mismo minuto decidí que debió haber muerto. 

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