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Pellejerías de una separada: La compra de ropa interior. Por Leo Marcazzolo

El otro día me di cuenta de que no tenía ni calzones ni sostenes. Sólo tenía unos de algodón con figurillas bucólicas chinas y niponas. A nadie con los calzones chinos. Decidí surtirme.

 

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El recuerdo más fuerte que me lleva a la infancia es un sostén. Mi primer sostén, que me regaló una tía a los 11 años, porque según ella los necesitaba. «Ya tienes bastante pechuguitas», me dijo, sarcástica, y luego me entregó un paquete delante de todos los niños. Era la única niña que ocupaba sostén. Producto de esto me convertí en pelambre obligatorio de mi cumpleaños. Gracias, tía. Cambio de escena. Hoy. Vamos por partes. El otro día me di cuenta de que no tenía ni calzones ni sostenes. Sólo tenía unos de algodón con figurillas bucólicas chinas y niponas. A nadie con los calzones chinos. Decidí surtirme. Estoy separada y necesito artillería pesada urgente. Así de simple. Fui a un lugar de Providencia a buscar mi artillería.

Pero antes de eso pasé al McDonald’s. Mala cosa. Llegué con guata de embarazada al lugar de los hechos. Uno jamás debería llegar de esa manera a la lucha. Me atendió una niña que se llamaba Betty y tenía cara de aburrimiento y abulia. Para alegrarla comencé a hacerme la «chistosita». O más bien, intenté comenzar a hacerme la «chistosita». Con tanto calor, nunca se pueden augurar los resultados. Qué lata. Le dije a Betty que me mostrara el «último churrín del verano». Resultado: me trajo un modelo de bikini, talla L de «señora», que parecía cuadro. Sólo una ballena los usaría. La hubiese mandado a la cresta. Pero no lo hice.

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Betty claramente trataba de herir mis sentimientos. A ninguna mujer de mi edad se le muestra un modelo de «señora» talla L. No se hace. ¿Qué habrá querido decirme? ¿Acaso que estaba gorda, separada y vieja? No. Qué horror. Qué perseguida. La verdad es que me hubiesen dado ganas de ahorcar a Betty. Una vez, mientras estaba embarazada, me pasó lo mismo. Entré a una tienda a ver una polera de encaje escotada y cuando se la pedí a la niña, ésta me tiró la pachotada de que «no tenía nada para mi talla». Me sentí terrible. Tal cual como me siento ahora. Me dan ganas de salir corriendo. Pero luego pienso que mi ropa china no calienta a nadie. Sólo mi ex la soportaba. Estoicamente. Sólo porque ya estaba acostumbrado a todo: a mis lentejas saladas y a mi ropa interior barata. Sospecho que el resto de los hombres debe ser más crítico. Sospecho que el resto de los hombres me diría algo. Pienso que tengo que llevarme mi artillería pesada a como dé lugar.

Son las tres de la tarde y la gente suda. Parecen un cortejo de insectos por Providencia. Caminan de aquí para allá y de allá para acá en plena calle. Con ese típico ritmo sobresaltado de la ciudad. Betty sigue con la misma cara de pocos amigos con que me recibió al principio. Verla allí de pronto me hace imaginar su vida. Betty no lleva argolla de matrimonio. De seguro está separada como yo o como el resto del más de 40% de las chilenas. Debe estar ingeniándoselas –como sea– para sobrevivir. Debe haber tenido un hijo o dos. Dos diablillos hinchándole las pelotas todo el santo día. Estropeándole el aseo a Betty. Betty, sola, tratando de hacer lo que sea para no matarlos. Un día más. Los niños de Betty deben ser bonitos. A veces hasta la deben sorprender con sus preguntas impertinentes y sagaces.

Me la imagino, todas las noches ahí en su casa. Debe ser de las del tipo conservador, de las que prefieren quedarse en casa, en vez de andar por allí tomándose hasta el Mapocho. Y quizás, por lo mismo, me trajo estos bikinis modelo de «señora» talla L. No porque me encuentra gordita, sino porque son los que usa ella. Hay un mundo detrás de Betty. Betty ahora hasta me parece más simpática, hasta se sonríe, ahora hasta me muestra unos «churrines» más guerreros.

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