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Pellejerías de una separada: La mina cacho. Por Leo Marcazzolo

¿Seré verdaderamente una “mina cacho”? ¿O será sólo el criterio de un cretino más de los muchos que pueblan el mundo?

 

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El otro día un hombre me dijo que yo era una mina cacho. Me lo dijo mirándome directo a los ojos. Tal cual. Estábamos en una fiesta y él experimentó una especie de ataque de incontinencia verbal repentino, y me lo lanzó. El muy bastardo me caratuló de «mina cacho» por dos razones. Primero, porque estoy separada y tengo dos hijos, y segundo, porque aún no sé manejar y es un misterio si lo lograré algún día. Insólito. ¿Seré verdaderamente una «mina cacho»? ¿O será sólo el criterio de un cretino más de los muchos que pueblan el mundo? Me gustaría pensar que es eso, porque además de lo de «mina cacho», también me dio a entender que debía agradecerle su «sinceridad».

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¡Qué se vaya a la…! No tengo nada que andar agradeciendo a nadie. Simplemente odio la sinceridad. Prefiero mil veces que me embolinen la perdiz con frases bonitas antes que me depriman con golpes tan bajos. Aún me acuerdo de otra oportunidad en que fueron «sinceros» conmigo, y aún me hierve la sangre. Un alemán cuadrado y con gusto a nada fue «sincero» conmigo y me dieron ganas de cortarlo en pedacitos. Me dijo que estaba «un poquito rellenita» porque justo cuando lo fui a saludar, se me salió un neumático. Qué se habrá imaginado «hijo de la…». Un mino puede ser gordo, pero una mina, nunca. Así está diseñado el mundo. A veces pienso que todo es simplemente demasiado injusto. El tipo de la «incontinencia verbal», por ejemplo, no sólo me dijo que era una «mina cacho», sino además me dio a entender que cualquier «cristiano con dos dedos de frente» pensaría lo mismo.

¡Qué se vaya nuevamente a la…! Me dieron ganas de tirarle toda mi cerveza y salir corriendo. No lo hice únicamente porque ni siquiera tenía plata para otra cerveza. Increíble. Hay veces en la vida en que uno sencillamente raspa la olla de las pellejerías. Por ejemplo, qué tenía que andar escuchando a ese tipo, en esa fiesta. Precisamente a él, con su rostro de Esqueletor y sus malas palabras. El tipo me sembró la duda, la interrogante, de si acaso me estaba convirtiendo en «mina cacho» o no. Cuando siempre he pensado que las «minas cacho» son muchísimo más «cacho» de lo que soy. Todo les cuesta más. Un poco como las divas de Woody Allen. Esas divas frágiles, erráticas y perdidas. Esas que deambulan por el mundo un poco como niñas huérfanas, ciegas pese a todo lo que vivieron, viven y están a punto de comenzar a vivir. Incapacitadas para convertirse en mujeres. Necesitadas. Niñas necesitadas de alguien que al desayuno les haga huevos revueltos, y que por las noches les lleve su «poquito de leche tibia» antes de irse a dormir.

Ese tipo de mujer es la «mina cacho», pienso yo. La que siempre necesita a un hombre. La que siempre necesita a un «monito» que la escuche y se quede callado. La mina melindrosa que llora constantemente porque le duele una uña. Esa es la «mina cacho». La que llama a sus amigas para atormentarlas con sus malas historias. La que se retuerce una y otra vez en la nostalgia de los «tiempos mejores», aunque la verdad sea dicha, para ella definitivamente nunca existieron los tiempos mejores. Nunca. Porque simplemente no supo y nunca sabrá qué hay que hacer para realmente vivirlos.

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